I
De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el
labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos,
una rapacidad de buitre se acusaba
Llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas
anchas, un aro de oro en la oreja; la doble suela claveteada de sus
zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las
piedras desiguales de la calle
De vez en cuando, lentamente paseaba la mirada en torno suyo, daba un
golpe —uno solo— al llamador de alguna puerta y, encorvado bajo el peso
de la carga que soportaban sus hombros: «tachero»... gritaba con voz
gangosa, «¿componi calderi, tachi, siñora?
Un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán.
Continuaba luego su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había
en su paso una resignación de buey
Alguna mulata zarrapastrosa, desgreñada, solía asomar; lo chistaba, regateaba, porfiaba, «alegaba», acababa por ajustarse con él
Poco a poco, en su lucha tenaz y paciente por vivir, llegó así hasta
el extremo Sud de la ciudad penetró a una casa de la calle San Juan
entre Bolívar y Defensa
Dos hileras de cuartos de pared de tabla y techo de cinc, semejantes a
los nichos de algún inmenso palomar, bordeaban el patio angosto y largo
Acá y allá entre las basuras del suelo, inmundo, ardía el fuego de un
brasero, humeaba una olla, chirriaba la grasa de una sartén, mientras
bajo el ambiente abrasador de un sol de enero, numerosos grupos de
vecinos se formaban, alegres, chacotones los hombres, las mujeres
azoradas, cuchicheando
Algo insólito, anormal, parecía alterar la calma, la tranquila animalidad de aquel humano hacinamiento
Sin reparar en los otros, sin hacer alto en nada por su parte, el
italiano cabizbajo se dirigía hacia el fondo, cuando una voz
interpelándolo
—Va a encontrarse con novedades en su casa, don Esteban
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