Parte 1
Capítulo 1
Las nubes,
amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron
juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del
cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco.
Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones
anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas
de las yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se
apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron
en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando
los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como
podían al través de la copa de los árboles para escurrir después
tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante
rugoso y moreno.
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector
magnífico castaño, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa
casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que
parecía lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol
patriarcal, de esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse
generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan
cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.
Al pronto fue útil el asilo: un verde paraguas de ramaje
cobijaba los arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del
agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a distancia y de oír
cómo fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco duró la
inmunidad, y en breve comenzó la lluvia a correr por entre las
ramas, filtrándose hasta el centro de la copa y buscando después su
natural nivel. A un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la
nuca, y el mancebo llevó la mano a la cabeza, porque la ducha le
regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la
carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las
contrariedades que las venturas.
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