I
Viajaba yo por Córcega, a principios de marzo de 1841.
Nada más pintoresco y cómodo que un viaje a Córcega: se embarca uno
en Tolón, veinte horas después está en Ajaccio, o veinticuatro horas más
tarde en Bastia. Allí se compra o se alquila un caballo: si se le
alquila, está uno del otro lado con cinco francos diarios; si se le
compra, con ciento cincuenta de una vez. Y no hay que reir de la
modicidad del precio; el tal caballo, comprado o alquilado, realiza,
como el famoso del gascón que saltaba al Sena desde el Puente Nuevo,
cosas que no harían ni Próspero ni Nautilus, héroes de las carreras de
Chantilly y del Campo de Marte. Pasa por caminos en que el mismo Balmab
hubiera tenido que usar alpenstock, y por puentes en que Auriol mismo pediría balancín.
En cuanto al viajero, basta con que cierre los ojos y deje que el animal se las componga: nada tiene que ver con el peligro.
Eso, fuera de que con ese caballo, que pasa por todas partes, puede
andar unas quince leguas diarias sin pedir ni que comer ni que beber.
De tiempo en tiempo, cuando uno se detiene a visitar algún viejo
castillo edificado por cualquier gran señor, héroe y jefe de tradición
feudal, a dibujar alguna antigua torre levantada por los genoveses, el
caballo pace una mata de hierba, descorteza un árbol, lame una roca
cubierta de musgo, y basta.
En cuanto al alojamiento nocturno, la cuestión es aún más sencilla:
el viajero llega a la aldea, atraviesa la calle principal en toda su
longitud, elige la casa que le conviene, y golpea a la puerta. Un
instante después, el amo o la señora aparece en el umbral, invita al
viandante a echar pie a tierra, le ofrece la mitad de su cena, el lecho
entero—si lo tiene,—y al siguiente día, al acompañarle hasta la puerta
le da las gracias por la preferencia de que ha sido objeto.
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