I
Entre los asuntos de sobremesa que podíamos tocar sin desentono a los
postres de una comida elegante: la política, el salón de otoño y la
inmortalidad del alma, habíamos preferido el último, bajo la impresión,
muy viva en ese momento, de un suicidio sentimental.
Muchas personas deben recordar todavía aquel episodio que truncó una
de nuestras más gloriosas carreras artísticas: el caso del malogrado
D.F., que al pie del nicho donde habían sepultado por la mañana una
muchacha con la cual no se le conocía relaciones, se mató al anochecer
de un balazo en el parietal. Lo que más interesaba a las señoras de
nuestro grupo, era la singularidad de haber conservado D.F. en su mano
izquierda, seguramente a modo de ofrenda póstuma, dos tulipanes rojos:
extraño recuerdo cuyo sentido debía quedar para siempre incomprensible.
—Los símbolos de amor—había filosofado con sensatez uno de los
comensales—no tienen importancia más que para los interesados. Aquellas
flores significaban, probablemente, bien poca cosa.
—¡Poca cosa el misterio de una vida, el secreto de una tragedia...—exclamó la más joven de las damas presentes.
—Misterio y secreto vulgarísimos, quizá...
—¡Vulgar D.F., un artista de tanto espíritu!—intervino a su vez la dueña de casa.
Y dirigiéndose a mí con encantadora vivacidad:
—Defienda usted, Lugones, que como poeta lo hará mejor, el honor de su gremio ante este monumento de prosa.
El "monumento" era demasiado respetable por su parentesco con la dama
y por su ancianidad, para no imponerme la evasiva de una sonrisa
silenciosa.
—Cosas de artistas!—añadió, justificándola, con la tranquilidad satisfecha de una excelente digestión.
Entonces otro de los convidados, un caballero que habíanme presentado al entrar y en cuyo nombre no reparé, opinó suavemente:
—Morir de amor nunca es vulgar...
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