PRIMERA PARTE
I
Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo que
parecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, de
tarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.
En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo se
conmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar,
correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces,
compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en un
rincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:
—Son los malos…, los malos…; siempre estuvo el mi pobre
poseído….
Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida y
silenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegría
disparatada y sonriendo con mucha tristeza.
En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manos
ardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojos
garzos y profundos, le había dicho con fervor:
—Llámame padre…, ¿oyes?… llámame padre.
La niña, trémula, decía que sí.
Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido y
amustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana,
llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía
«a escucho»:
—Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?
También la niña respondía que sí.
Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente, un
zumbido penoso en la cabeza…. ¿Iría a morirse ya?
El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, que
habiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus jornadas,
no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino con la
mansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.
Leer / Descargar texto 'La Niña de Luzmela'