I. Preséntanse algunas figuras de esta fábula
Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión
de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de
un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un
santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras
emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola
en el azul, y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de
su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad; y luego le
distrajo un fino rebullicio de risas. Volviose, y sus ojos recibieron
la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos,
aleteaban sobre el pálido cielo.
Se saludaron; y pronto mantuvieron muy gustoso coloquio, porque la
llaneza de Félix rechazaba el enfado o cortedad que suele haber en toda
primera plática de gente desconocida. Cuando se dijeron que iban al
mismo punto, Almina, y que en esta misma ciudad moraban, admirose de no
conocerlas siendo ellas damas de tan grande opulencia y distinción. Es
verdad que él era hombre distraído, retirado de cortesanías y de toda
vida comunicativa y elegante.
—Tampoco nosotras —le repuso la que parecía más autorizada por edad,
siendo entrambas de peregrina hermosura— sabemos de visitas ni de
paseos. Yo nunca salgo, y mi hija sólo algunas veces con su padre.
Y entonces nombró a su esposo: Lambeth; un naviero inglés, hombre rico, enjuto de palabra y de carne, rasurado y altísimo.
Félix lo recordó fácilmente.
...Ya tarde, después de la comida, hicieron los tres un apartado
grupo; y se asomaron a la noche para verse caminar sobre las aguas de
luna. La noche era inmensa, clara, de paz santísima, de inocencia de
creación reciente...
—¡Da lástima tener que encerrarnos! —dijo la esposa del naviero.
Leer / Descargar texto 'Las Cerezas del Cementerio'