1. LA PAGODA DEL ESPÍRITU MARINO
Un trueno espantoso, que parecía que iba a
derrumbarlo todo, seguido de un relámpago deslumbrador, había hecho
conmover las inseguras bóvedas de la antigua pagoda Tang-Ki.
La campana, suspendida en lo alto de la pirámide, que ni el tiempo ni
los huracanes habían destruido todavía, a pesar de que contaba ya con
más de seis siglos de existencia, produjo un sonido broncíneo, semejante
al lamento de un moribundo.
Siguieron después mil extraños rumores, como si una muchedumbre de
almas en pena se complaciese en, recorrer las desiertas galerías del
Monasterio de los bonzos. Retemblaban las paredes, oscilaban,
las gigantescas linternas que aún pendían de las bóvedas, golpeaban las
pesadas puertas de madera de teca, abriéndose y cerrándose con
estrépito.
Gemían los armazones de las pirámides con incesante lamento, mientras
ráfagas impetuosas de viento entraban, por las puertas abiertas de la
pagoda, arrojando al interior montones de hojas arrebatadas a los
bosques vecinos, las cuales rodaban por el pavimento brillante, con un
rumor que daba escalofríos.
Sai-Sing se había acurrucado a los pies de Nairan, el dios marino de
los tonkineses, cuya estatua, aún blanca, se erguía en medio de la
pagoda agigantándose en la oscuridad. Vivo terror se había dibujado en
las graciosas facciones de la muchacha y su rostro de color casi
alabastrino, se había tornado lívido.
—Tengo miedo —murmuró, envolviéndose apretadamente en su amplio manto de seda blanca—. ¿Oyes, Man-Sciú?
Una forma humana, que estaba echada en tierra junto a la estatua del
espíritu Marino, se levantó, dejando oír una carcajada burlona.
—¿La Perla del Río Rojo tiene miedo? —preguntó con voz estridente.
¿Para qué, entonces, me hizo venir? ¿Habrá olvidado ya el juramento de
vengar el secuestro del valeroso Lin-Kai?
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