I
Entró Lucio en la estancia, y dejó su sombrero sobre la mesa de
reluciente caoba, cargada de jarroncillos blancos y cajas de dulces,
vacías. Quitose los guantes, y arrojolos dentro del sombrero. Después
pasó su mano, huesuda y grande, por el negro cabello y por la frente, en
que brillaba el sudor, y entonces se acercó a la ventana. Estaba allí
aquella muchachuela cuya cabeza, bañada por la luz de la luna, tenía
extraña belleza, reflejándose suavemente la plateada luz del astro sobre
sus sienes morenas, y en su cabello negro, un poco alborotado y rizoso.
Sus codos se apoyaban en el alfeizar, y sus manos, pequeñas y
delgaditas, sostenían el rostro, en actitud de meditación profunda.
—Luciana —dijo, con voz seca y vibrante, el joven— ¿y madre? ¿Cómo se encuentra?
—¡Ah! ¿Viniste ya? —contestó ella, volviéndose—. Está divinamente. La
acosté a las nueve, la di su chocolate, y que quieras que no quieras,
se lo tomó... Ahora duerme que es un gusto el mirarla... Ven y la
verás... ¡Qué sueño más tranquilo! Mira, chico, parece que no, y la
envidio ese sueño. Respira pausadamente y no hace aquellos gestos
horribles que otras noches me llenaban de miedo.
—¿Y padre? —preguntó Lucio, dejándose caer en una silla de las cuatro
o cinco que, arrimadas a la pared, constituían, con la mesa, todo el
mueblaje del reducido cuartito.
—Se fue a las ocho y media a su café del Siglo.
Oyose entonces un cascabeleo acompasado, y luego se oyeron además
unos menudos pasos, como si anduviese por allí una persona muy chiquita.
Era una persona chiquita, sí; era Esmeralda, la apoplética y achacosa perra de aguas, que venía con gran retraso a ver a su amo y señor.
—¡Toma, Esmeralda! —dijo en voz baja Luciana, llamando a la
perra—. ¡Como entres en la alcoba, te voy a dar un buen par de azotes!
¡Diablo de animalito!... ¡Siéntate aquí!
Leer / Descargar texto 'Lucio Tréllez'