PRIMERA PARTE
I
Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del
barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. Y de las casuchas
grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el
cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las
callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e
indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se
oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces
dormidas se encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire.
Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del
vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando
el barrio como gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos
brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de
piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes
sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en
el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran
animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel
día, la cena y el reposo los esperaban en casa.
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas
habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban.
El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia
su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna
llena de humo, y cada hombre estaba contento.
Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después,
las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando
a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia,
comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.
Información texto 'La Madre'