Capítulo I
La noche del 28 de febrero de 1861, mientras el
ejército anamita, desbaratado por las armas francoespañolas, huía en
completo desorden en todas direcciones, abandonando en manos de los
vencedores la ciudad de Saigón, una gran barca, después de burlar
audazmente el bloqueo de los navíos franceses, navegaba aguas arriba del
Dong-Giang, bellísimo río de la Baja Conchinchina que desemboca en el
Tan-binch-giang.
Era una embarcación del tipo que los habitantes de la región llaman balón,
construida a base de un gigantesco tronco de teca de más de cuarenta
metros de largo, pesada, sólida, levantada por proa y popa, adornada con
penachos de plumas variopintas y banderitas de seda y con una especie
de elegante cúpula en medio, sostenida por columnas doradas y rematada
por amplias sombrillas abiertas y por antenas con banderas al viento.
Cincuenta hombres medio desnudos, de caras chatas, ojos oblicuos y
piel amarilla, remaban con todas sus fuerzas colocados en doble fila. En
popa, un número aproximadamente igual de hombres, pero mejor vestidos,
con casacas de seda roja, pantalones y sombreros con plumas y con la
cabeza y las extremidades envueltas en vendas empapadas de sangre,
yacían en completo desorden, aferrados con rabia a sus largos fusiles.
Bajo el templete, sentados sobre ricos cojines de seda y entre
telas de vivos colores, dos hombres estaban fumando. Uno de ellos
ostentaba las insignias de larih-binch, es decir, general de los ejércitos de una provincia anamita; el otro, las de teniente de la marina fluvial.
El primero aparentaba unos cincuenta años, era alto, de anchas
espaldas que delataban una fuerza nada común; el rostro, varonil y
fiero, sombreado por una barba rala. El otro tendría unos veinte años,
se le veía ágil, de fisonomía menos expresiva y con la piel menos
bronceada.
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