I. EL CAPITÁN ROQUEFINNETTE
Cierto día de Cuaresma, el 22 de marzo del año de gracia de 1718,
un joven caballero de arrogante apariencia, de unos veintiséis o
veintiocho años de edad, se encontraba hacia las ocho de la mañana en el
extremo del Pont Neuf que desemboca en el muelle de L’École, montado en
un bonito caballo español.
Después de media hora de espera, durante la que estuvo interrogando
con la mirada el reloj de la Samaritaine, sus ojos se posaron con
satisfacción en un individuo que venía de la plaza Dauphine.
Era éste un mocetón de un metro ochenta de estatura, vestido mitad
burgués, mitad militar. Iba armado con una larga espada puesta en su
vaina, y tocado con un sombrero que en otro tiempo debió de llevar el
adorno de una pluma y de un galón, y que sin duda, en recuerdo de su
pasada belleza, su dueño llevaba inclinado sobre la oreja izquierda.
Había en su figura, en su andar, en su porte, en todo su aspecto, tal
aire de insolente indiferencia, que al verle el caballero no pudo
contener una sonrisa, mientras murmuraba entre dientes:
—¡He aquí lo que busco!
El joven arrogante se dirigió al desconocido, quien viendo que el
otro se le aproximaba, se detuvo frente a la Samaritaine, adelantó su
pie derecho y llevó sus manos, una a la espada y la otra al bigote.
Como el hombre había previsto, el joven señor frenó su caballo frente a él, y saludándole dijo:
—Creo adivinar en vuestro aire y en vuestra presencia que sois gentilhombre, ¿me equivoco?
—¡Demonios, no! Estoy convencido de que mi aire y mi aspecto hablan
por mí, y si queréis darme el tratamiento que me corresponde llamadme
capitán.
—Encantado de que seáis hombre de armas, señor; tengo la certeza de que sois incapaz de dejar en un apuro a un caballero.
El capitán preguntó:
—¿Con quién tengo el honor de hablar, y qué puedo hacer por vos?
Información texto 'El Caballero de Harmental'