1. La llegada de Polly
—Es hora de ir a la estación, Tom.
—Pues, venga, vamos.
—Oh, yo no voy. Hace mucha humedad y se me desharían los rizos si
saliera en un día como este. Quiero estar presentable cuando llegue
Polly.
—No querrás que vaya yo solo y traiga a una desconocida a casa,
¿no? —Tom estaba alarmado, como si su hermana le hubiera propuesto
escoltar a una mujer salvaje de Australia.
—Pues claro que sí. Debes ir a recogerla tú. Y, si no fueras un oso, hasta te gustaría.
—¡Qué cara que tienes! Supongo que debería ir, pero tú dijiste que
también vendrías. ¡La próxima vez no pienso preocuparme por tus amigas!
¡No, señor! —Tom se levantó resuelto del sofá pese a su
indignación, aunque el efecto de esta quedaba empañado en cierto modo
por una cabeza despeinada y por el aparente descuido de sus ropas en
general.
—Venga, no te enfades. Convenceré a mamá para que permita que venga
a visitarte ese tal Ned Miller, que tan bien te cae, cuando se haya ido
Polly —dijo Fanny con la esperanza de apaciguar su malhumor.
—¿Cuánto tiempo se quedará? —exigió Tom, arreglándose con una sacudida.
—Un mes o dos, probablemente. Es tan agradable… se quedará mientras se sienta a gusto.
—Entonces no se quedará mucho tiempo si puedo evitarlo —murmuró
Tom, que consideraba a las chicas la parte superflua de la creación. Los
chicos de catorce años tienden a opinar de ese modo, lo que tal vez
resulte bastante adecuado dado que, como suelen cambiar radicalmente,
tienen la oportunidad de dejarse llevar por una buena chica,
metafóricamente hablando, cuando, tres o cuatro años después, se
convierten en los más serviles esclavos de «esas molestas chicas».
Información texto 'La Muchacha Anticuada'