Capítulo 1. Escuchad
Fuera, llueve: lluvia blanda, primaveral. No es tristeza lo que
fluye del cielo; antes bien, la hilaridad de un juego de aguas
pulverizándose con refrescante goteo menudo. Dentro, en la paz de
una velada de pueblo tranquilo, se intensifica la sensación de
calmoso bienestar, de tiempo sobrante, bajo la luz de la lámpara,
que proyecta sobre el hule de la mesa un redondel anaranjado.
La claridad da de lleno en un objeto maravilloso. Es una placa
cuadrilonga de unos diez centímetros de altura. En relieve, campea
destacándose una figurita de mujer, ataviada con elegancia
fastuosa, a la moda del siglo XV. Cara y manos son de esmalte; el
ropaje, de oros cincelados y también esmaltados, se incrusta de
minúsculas gemas, de pedrería refulgente y diminuta como puntas de
alfiler. En la túnica, traslucen con vítreo reflejo los carmesíes;
en el manto, los verdes de esmaragdita. Tendido el cabello color de
miel por los hombros, rodea la cabeza diadema de diamantillos, sólo
visibles por la chispa de luz que lanzan. La mano derecha de la
figurita descansa en una rueda de oro obscuro, erizada de puntas,
como el lomo de un pez de aletas erectas. Detrás, una arquitectura
de finísimas columnas y capitelicos áureos.
En sillones forrados de yute desteñido, ocupan puesto alrededor
de la mesa tres personas. Una mujer, joven, pelinegra, envuelta en
el crespón inglés de los lutos rigurosos. Un vejezuelo vivaracho,
seco como una nuez. Un sacerdote cincuentón, relleno, con sotana de
mucho reluz, tersa sobre el esternón bombeado.
—¿Leo o no la historia? —urge el eclesiástico, agitando un rollo
de papel.
—La patraña —critica el seglar.
—La leyenda —corrige la enlutada—. Cuanto antes, señor
magistral. Deseando estoy saber algo de mi patrona.
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