I. Títiro
MELIBEO. — ¡Títiro! Recostado tú bajo la fronda de
una extendida haya ensayas pastoriles aires con tenue caramillo;
nosotros abandonamos los lindes patrios y nuestros dulces campos; de la
patria huimos; tú, Títiro, despreocupado a la sombra, enseñas a las
selvas a repetir el nombre de tu hermosa Amarilis.
TÍTIRO. — ¡Oh Melibeo! Un dios fue quien nos concedió
este descanso, pues él será siempre para mí un dios; su altar, un
tierno corderillo de nuestros rebaños lo bañará frecuentemente con su
sangre. Él fue quien, como ves, permitió que mis vacas vagasen
libremente y que yo mismo, con rústica zampoña, cantase lo que me
viniera en gana.
MELIBEO. — Ciertamente no te envidio, más bien me
maravillo; ¡tan grande es la turbación que en toda la extensión de la
campiña reina! A mí mismo aquí me tienes arreando con aflicción mis
cabras; ésta también con dificultad, ¡oh Títiro!, la llevo, pues aquí
entre los espesos avellanos con duro esfuerzo acaba de parir, ¡ay!,
sobre la desnuda roca dos gemelos, esperanza de mi rebaño. Muchas veces,
recuerdo, estuviera entonces mi espíritu obcecado, nos predijeron este
mal las encinas heridas por el rayo. Mas dinos ya, Títiro, qué clase de
dios es ese tuyo.
TÍTIRO. — La ciudad que llaman Roma, ¡oh Melibeo!,
pensé yo, necio de mí, que era semejante a esta ciudad nuestra adonde
solemos con frecuencia los pastores llevar los tiernos recentales
destetados de las ovejas. De esta manera era como yo veía parecerse los
cachorros a las perras y los cabritos a sus madres, así tenía por
costumbre comparar lo grande con lo pequeño. Pero esta ciudad levantó
tanto su cabeza entre las demás ciudades cuanto acostumbran entre las
flexibles mimbreras los cipreses.
MELIBEO. — ¿Y cuál fue la causa tan importante de visitar tú Roma?
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