Sócrates: ¡Júpiter te salve Ion!. ¿De dónde vienes hoy? ¿De tu casa de Efeso?
Ion: Nada de eso, Sócrates; vengo de Epidauro y de los juegos de Esculapio.
Sócrates: ¿Los de Epidauro han instituido en honor de su Dios un combate de rapsodistas?
Ion: Así es, y de todas las demás partes de la música.
Sócrates: Y bien, ¿has diputado el premio? ¿cómo has salido?
Ion: He conseguido el primer premio, Sócrates.
Sócrates: Me alegro y animo, porque es preciso tratar de salir vencedor también en las fiestas Panateneas.
Ion: Así lo espero, si Dios quiere.
Sócrates: Muchas veces, mi querido Ion, os he tenido
envidia a los que sois rapsodistas, a causa de vuestra profesión. Es, en
efecto, materia de envidia la ventaja que ofrece el veros aparecer
siempre ricamente vestidos en los más espléndidos saraos, y al mismo
tiempo el veros precisados a hacer un estudio continuo de una multitud
de excelentes poetas, principalmente de Homero, el más grande y más
divino de todos, y no sólo aprender los versos, sino también penetrar su
sentido. Porque jamás será buen rapsodista el que no tenga conocimiento
de las palabras del poeta, puesto que para los que le escuchan, es el
intérprete del pensamiento de aquél; función que le es imposible
desempeñar, si no sabe lo que el poeta ha querido decir. Y, todo esto es
muy de envidiar.
Ion: Dices verdad, Sócrates. Es la parte de mi arte que me
ha costado más trabajo, pero me lisonjeo de explicar a Homero mejor que
nadie. Ni Metrodoro de Lampsaco, ni Stesimbroto de Taso, ni Glaucón, ni
ninguno de cuantos han existido hasta ahora, está en posición de decir
sobre Homero tanto, ni cosas tan bellas, como yo.
Sócrates: Me encantas, Ion, tanto más, cuanto que no podrás rehusarme el demostrar tu ciencia.
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