I. Barcelona
Era una lluviosa mañana de Febrero, una hora antes de salir el sol.
Mi madre me acompañó hasta la escalera, repitiéndome los consejos que
durante un mes cada día me propinaba; después me echó los brazos al
cuello, rompió en amargo llanto y desapareció. Quedé un momento inmóvil,
con el corazón oprimido, fijos los ojos en la puerta y á punto de
gritar:
—¡Abre, madre mia! ¡abre! ¡Ya no me marcho! ¡Quiero quedarme contigo!
Mas luego bajé á saltos la escalera como malhechor perseguido. Al
hallarme en la calle, me pareció que entre mi casa y yo se habían
interpuesto las olas del mar y levantándose las cimas de los Pirineos, y
¡cosa extraña no me sentía alegre á pesar de haber esperado aquel día
con tanta impaciencia. Al doblar una esquina un médico amigo mío, que
iba al Hospital, y á quien no había visto hacía más de un mes, me
preguntó:
—¿A dónde vas?
—A España—le contesté.
Y no quiso creerme, pues mi semblante triste y melancólico, no parecía anunciar un viaje de recreo.
Durante el trayecto de Turín á Génova, ni un instante se apartó de mí
el recuerdo de mi madre, ni puede olvidar tampoco mi pobre biblioteca,
mi pequeño cuarto que quedaba vacio, ni las dulces costumbres de la vida
casera, á la que daba un adiós por muchos meses. Pero cuando llegué á
Génova la vista del mar, los jardines del Acquasola y la compañia de
Antonio Julio Barrilli, devolviéronme la paz y la alegría. Recuerdo que á
punto de embarcarme en el bote que debía conducirme al buque, me
entregaron una carta de un corredor de fondas, con estas solas palabras:
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