I. La inmensidad verde
¡Bello rincón del Cantábrico, dulce y fuerte Vasconia!
Eres toda verdor y jugosidad, y tienes la profunda seducción que el
marino de raza conoce: nostalgia y encanto de pleno mar.
Cuando en la descampada cima del monte, sentado bajo el cielo
luminoso, veo tenderse a mis pies la muchedumbre de colinas, cañadas y
vallecicos, no puedo decir propiamente que mi impresión sea entonces
intelectual, porque apenas toman parte las ideas en mi arrobo; es,
mejor, una sensación de delicia casi exclusivamente sensual. ¡El alma se
asoma entera a los ojos, y todo el paisaje se ha acumulado en la
absorta fijeza de los ojos!
Los ojos, poseyendo una especie de facultad divina, reflejan y
absorben el verdor del paisaje, y todo el sér queda convertido en una
blanda cosa tierna, amable, verde. Todo es verdura allá abajo. Y la
misma altitud desde donde contemplo el panorama facilita a los ojos la
posibilidad de admirar las cosas como en un plano de relieve, como en un
cuadro de Navidad, como en una demostración idílica.
Lo idílico es lo particular de la naturaleza cantábrica, desde
Galicia al Pirineo. En vano las sierras abruptas y los cerros boscosos
ensayan con frecuencia sus rasgos terribles y masculinos; siempre
resalta y vence el idilio, en su acepción infantil y femenina.
A mis pies, a tiro de piedra, debajo del monte desierto y erial, veo
el lomo suave de un collado, con una casa blanca en el centro. Ninguno
de los elementos clásicos que componen un cuadro de égloga falta allí;
el prado de terciopelo, el manzanal simétrico, el bosquecillo de
castaños, la huerta, el arroyo en la hendidura de la cañada, y,
finalmente, el hilo de manso humo que brota del tejado rojizo, como una
definitiva expresión de paz bucólica.
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