En una de las humildes casas cobijadas por techos de anea o chamiza,
de los que en casi su totalidad se compone el pueblo de Dos Hermanas,
estaba, a fines del verano de 1862, una anciana, en cuyo expresivo
rostro se pintaba la aflicción y la angustia, ocupada en reunir unas
sillas bastas, unos cuadritos y otros enseres de poco valor, pero de
gran precio para su dueña, pues constituían todo su ajuar.
—¿Qué está usted haciendo, tía Manuela? —la preguntó otra mujer joven
y alta, cuyas ropas raídas demostraban suma pobreza, y cuyo semblante
abatido atestiguaba también en ella pesares—. ¿Se va usted a mudar?
—Yo, no, Josefa, hija —contestó la anciana—, pero voy a mudar mi
ajuar. Arrepara el techo de mi casa, que se ha vencido y está para
desplomarse, por lo que voy a pedirle a Rosalía que me recoja estos
chismes en su casa.
—Yo ayudaré a usted a mudarlos —repuso la joven, y cargando con parte
del ajuar, precedida por la dueña, que llevaba lo restante, atravesaron
la calle y entraron en la casa de la indicada vecina.
—¿Qué es esto, tía Manuela? —exclamó ésta al verla entrar—. ¿La echan a usted de su casa?
—Sí, hija —contestó la interpelada—; me echan y con cajas
destempladas, esas nubes, que si les da gana de descargar, van a hacer
de mi casa un lodazal, pues el techo, que es más viejo que yo, se ha
vencido y está hecho una criba. Quiero, al menos, resguardar mi ajuar, y
para eso déjame, hija, que lo meta en tu sobrado, y Dios te premiará la
buena obra.
—Sí, señora, con mil amores; pero usted, ¿qué se va a hacer sin su ajuar?
—No lo sé, hija; pero como tenerlo en casa es lo mismo que tenerlo en la calle, preciso era buscar donde cobijarlo.
—El caso es, tía Manuela, que si usted no ve de componer el techo de
su casa, se le va a desplomar a las primeras aguas de la otoñada, y ya
no será mojados, sino aplastados, como van ustedes a hallarse.
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