Textos más populares esta semana publicados el 3 de enero de 2017 | pág. 2

Mostrando 11 a 14 de 14 textos encontrados.


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fecha: 03-01-2017


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La Máscara

Robert Chambers


Cuento


Camilla: Señor, debería is quitaros la máscara.
Forastero: ¿De veras?
Cassilda: En verdad, ya es hora. Todos n os hemos despojado de los disfraces, salvo vos.
Forastero: No llevo mascara.
Camilla: (Aterrada a Cassilda)
¿No lleva máscara? ¿No la lleva?

Acto 1. Escena 2a.

I

Aunque yo no sabía nada de química, escuchaba fascinado. El cogió un lirio de Pascua que Geneviève había traído esa mañana de Nôtre Dame y lo dejó caer en el cuenco. Instantáneamente el líquido perdió su cristalina claridad. Por un segundo el lirio se vio envuelto de una espuma blanco lechosa que desapareció dejando el fluido opalescente. Sobre la superficie jugaron cambiantes tintes anaranjados y carmesíes y luego, lo que pareció un rayo de pura luz solar surgió desde el fondo donde se encontraba el lirio. En el mismo instante sumergió la mano en el cuenco y extrajo la flor.

—No hay peligro —explicó— si se escoge el instante preciso. Ese rayo dorado es la señal.

Me tendió el lirio y yo lo tomé en mi mano. Se había convertido en piedra, en el más puro mármol.

—Ya lo ves —me dijo—, ni la menor mácula. ¿Qué escultor podría reproducirlo?

El mármol era blanco como la nieve, pero en sus profundidades las vetas del lirio se teñían del más leve azul celeste y un ligero arrebol se demoraba en lo profundo de su corazón.

—No me preguntes la razón —dijo sonriente al advertir mi asombro—, no tengo idea de por qué se colorean las vetas y el corazón, pero siempre sucede así. Ayer hice la prueba con el pez dorado de Geneviève: helo aquí.


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21 págs. / 36 minutos / 100 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Demoiselle d'Ys

Robert Chambers


Cuento


Mais je croy que je
Suis descendu au puits
Tenebreux auquel disoit
Heraclytus estre Verité cachée.

Hay tres cosas que son en exceso
hermosas para mí, sí, cuanto
que no conozco:
El águila en el aire; la
serpiente en la roca; un
barco en medio de la mar; y
la presencia de un hombre ante una doncella.

La cabal desolación de la escena empezó a tener su efecto; me senté para enfrentar la situación y, de ser posible, evocar algún hito que pudiera ayudarme a abandonar mi presente posición. Si sólo pudiera encontrar el océano nuevamente, todo se aclararía, porque sabía que era posible ver la isla de Groix desde los acantilados.

Dejé el rifle en el suelo y arrodillándome tras una roca encendí una pipa. Luego consulté mi reloj. Eran casi las cuatro. Quizá me habría alejado bastante desde Kerselec desde el alba.

Encontrándome el día anterior en los acantilados bajo Kerselec con Goulven, al mirar los sombríos yermos donde ahora había extraviado mi camino, estas colinas me habian parecido casi tan niveladas como un prado, extendidas hasta el horizonte, y aunque sabía cuán engañosa es la distancia no me di cuenta que lo que desde Kerselec parecían meras hondonadas herbosas, eran grandes valles cubiertos de espinos y brezos, y lo que parecían piedras esparcidas eran en realidad enormes peñascos de granito.

—Es un mal sitio para un forastero —había dicho el viejo Goulven—; es mejor que se procure un guía.

Y yo le había contestado:

—No me perderé.


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18 págs. / 31 minutos / 61 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Llave del Dolor

Robert Chambers


Cuento


El halcón salvaje al cielo que el viento barre,
El ciervo al salutífero monte,
Y el corazón del hombre al corazón de la joven,

KIPLING

I

Estaba haciendo muy mal su trabajo. Le rodearon el cuello con la cuerda y le ataron las muñecas con juncos, pero de nuevo cayó esparrancado, revolviéndose, retorciéndose sobre las hojas, desgarrándolo todo a su alrededor, como una pantera atrapada.

Les arrancó la cuerda; se aferró de ella con puños sangrantes; le clavó sus blancos dientes hasta que las hebras de yute se aflojaron, se deshicieron y se rompieron roídas por sus blancos dientes.

Dos veces Tully lo golpeó con una porra de goma. Los pesados golpes dieron contra una carne rígida como la piedra.

Jadeante, sucio de tierra y hojas podridas, con las manos y la cara ensangrentadas, estaba sentado en el suelo mirando al círculo de hombres que lo rodeaban.

—¡Disparadle! —exclamó Tully jadeante, enjugándose el sudor de la frente bronceada; y Bates, respirando pesadamente, se sentó en un leño y sacó un revólver de su bolsillo trasero. El hombre echado por tierra lo observaba; tenía espuma en la comisura de los labios.

—¡Retroceded! —susurró Bates, pero la voz y la mano le temblaban—. Kent —tartamudeó— ¿no dejarás que te colguemos?

El hombre por tierra lo miró con ojos refulgentes.

—Tienes que morir, Kent —lo instó—; todos lo dicen. Pregúntaselo a Zurdo Sawyer; pregúntaselo a Dyce; pregúntaselo a Carrots. Tienes que columpiarte por lo que hiciste ¿no es cierto, Tully? Kent, por amor de Dios ¡cuelga! ¡Hazlo por esta gente!

El hombre por tierra jadeaba: sus ojos brillantes estaban inmóviles.


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17 págs. / 31 minutos / 56 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Barquera

Robert Chambers


Cuento


Cuando terminó de fumar la pipa golpeó suavemente su cazoleta contra la chimenea, hasta que las cenizas cayeron en forma de gris polvillo sobre los chamuscados leños. Luego tomó asiento en su sillón, tocó distraídamente la cazoleta de la pipa con la yema de los dedos y así la dejó que se enfriara para guardarla luego en su bolsillo. Por dos veces consultó el pequeño reloj americano que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Aún tenía que esperar media hora.

Las tres velas que iluminaban la estancia aún podrían durar mucho tiempo. Y, en consecuencia, podría hacer algunas cosas, Había un par de tijeras abiertas sobre el bureau y se levantó para recogerlas. Durante un rato permaneció abriéndolas y cerrándolas distraídamente, mientras sus ojos examinaban la estancia. Había un caballete de pintor en un rincón y una pila de lienzos tras él; detrás de las pinturas había una sombra... aquella sombra gris y amenazadora que jamás se movía.

Tras haber recortado un poco los pabilos de las velas, limpió las ahumadas tijeras con un trapo ya sucio de pintura y volvió a colocarlas sobre el bureau. El reloj marcaba las diez; había estado ocupado exactamente tres minutos.

El bureau estaba lleno de corbatas, pipas, peines, cepillos, cerillas, libros, cuellos, pasadores de camisa, un par nuevo de calcetines de caza escoceses y una cesta de costura de mujer.

Recogió todas las corbatas, las plegó por la mitad y las colgó en un perchero en forma de rústica cama que sobresalía junto al espejo; los pasadores de camisa los guardó en el cajón superior en compañía de los cepillos, peines y calcetines. Limpió el polvo de los libros y colocó éstos metódicamente sobre la repisa de la chimenea. Por dos veces extendió la mano para coger la cesta de la costura, pero la mano cayó de nuevo a lo largo de su costado y se volvió para contemplar el moribundo fuego.


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5 págs. / 10 minutos / 52 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

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