Textos más vistos publicados el 3 de noviembre de 2020 | pág. 2

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fecha: 03-11-2020


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Guele

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.

La Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones pro botín.

En esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.

Murió el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.

Amthrarú (el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor ajeno.

Así era y por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.

El 24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo Amthrarú salió al medio.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Máscaras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.

El sol ardía al través de la irritante ordinariez de los trajes de baño.

—Verdad —decía Carlos—, tendría razón el refrán si dijera: «el hábito hace al monje». ¡Qué pudor ni que ocho cuartos, aquí hay coquetería y una anca se luce como un collar en un baile! Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.

Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente singularmente afrodisiaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la negra adherencia de los trapos mojados.

Nos mira con pupilas crispadas de visiones libidinosas y arguye convencido:

—Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es una incubación de energías, el aire matinal un «pick me up» y este espectáculo diario es tan extraordinario para la «taparrabería» de nuestra vida cotidiana, que uno anda vago de mil promesas incumplidas, como las pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío bajo las narices.

Por suerte, hay una que otra rabona posible...

—Así que vos, a pesar de tu renombre donjuanesco... ¿se te acabaría la racha?

—¿Racha?... El mío es un oficio como cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.

—Y ¿nada para contarnos?

—¡Algo siempre hay!

—¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?

—¡Sí, la eterna mascarita!...

Y eso es natural en un día anónimo.

—¿Nos contarás tu aventura?

—Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Mercedes

Soledad Acosta de Samper


Cuento


Vae victis!
 

...Aquella tarde asistimos al entierro de la pobre forastera que mi tío había confesado el día anterior, y al volver a la casa cural fuimos a sentarnos en el ancho corredor donde nos reuníamos por la noche. Durante algunos momentos permanecimos todos silenciosos mirando el paisaje que aparecía iluminado por la naciente luna: los árboles, plateados solamente, en la parte superior de sus ramas, quedaban negros y oscuros por debajo, menos en tal cual sitio en que filtrando los luminosos rayos por en medio de las hojas, formaban fantásticos dibujos en el suelo. El cielo azul, y sin nubes, estaba salpicado aquí y allí por algunas estrellas cuyo brillo no podía ocultar la envidiosa luz de la luna; y allá en el horizonte, por encima de un lejano cerro, se hundía poco a poco el lucero de la tarde, que parecía despedirse con dificultad de las escenas terrestres.

«Les había ofrecido referir la historia de la mujer de cuya vida sólo hemos visto el primer acto —dijo mi hermana—, y cumpliré mi promesa hoy.

Ustedes saben —añadió—, que desde que llegó a este pueblo procuré socorrerla en cuanto me fue posible; le había cobrado simpatía, encontrando en ella modales y lenguaje que indicaban hubiese tenido una educación a que no correspondía su aparente posición social. En largas conversaciones que tuvimos, y ayudada de algunos datos que me suministró por escrito, creo haber reunido los principales rasgos de su vida, cuya narración he puesto en boca de ella, procurando imitar su lenguaje en cuanto me ha sido posible.»

Y entrando a la sala, mi hermana nos leyó lo que sigue:


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Octavia Santino

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El pobre mozo permanecía en la actitud de un hombre sin consuelo, sentado delante de la mesa donde había escrito las Cartas a una querida, aquellos versos eróticos, inspirados en la historia de sus amores con Octavia Santino. Conservaba la abatida cabeza entre las manos, y sus dedos flacos y descoloridos, desaparecían bajo la alborotada y oscura cabellera, a la cual se asían, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Cuando se levantó para entrar en la alcoba, donde la enferma se quejaba débilmente, pudo verse que tenía los ojos escaldados por las lágrimas. Hacía un año que vivía con aquella mujer. No era ella una niña, pero sí todavía hermosa; de regular estatura y formas esbeltas; con esa morbidez fresca y sana que comunica a la carne femenina el aterciopelado del albérchigo, y le da grato sabor de madurez. Supiera hacerse amar, con ese talento de la querida que se siente envejecer, y conserva el corazón joven como a los veinte años; ponía ella algo de maternal en aquel amor de su decadencia; era el último, se lo decían bien claro los hilillos de plata que asomaban entre sus cabellos castaños, los cuales aún conservaban la gracia juvenil.

Un momento se detuvo Perico Pondal en la puerta de la alcoba. Era triste de veras aquella habitación silenciosa, solemne, medio a oscuras; envuelta en un vaho tibio, con olor de medicinas y de fiebre.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Rosarito

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Sentada ante uno de esos arcaicos veladores con tablero de damas, que tanta boga conquistaron en los comienzos del siglo, cabecea el sueño la anciana condesa de Cela: los mechones plateados de sus cabellos, escapándose de la toca de encajes, rozan con intermitencias desiguales los naipes alineados para un solitario. En el otro extremo del canapé, su nieta Rosarito mueve en silencio cuatro agujas de acero, de las cuales, antes que la velada termine, espera ver salir un botinín blanco con borlas azules, igual en todo a otro que la niña tiene sobre el regazo, y sólo aguarda al compañero para ir a calzar los diminutos pies del futuro conde de Cela. —Aunque muy piadosas entrambas damas, es lo cierto que ninguna presta atención a la vida del Santo del día, que el capellán del Pazo lee en voz alta, encorvado sobre el velador, y calados los espejuelos de recia armazón dorada—. De pronto Rosarito levanta la cabeza y se queda como abstraída, fijos los ojos en la puerta del jardín, que se abre sobre un fondo de ramajes oscuros y misteriosos: ¡no más misteriosos, en verdad, que la mirada de aquella niña pensativa y blanca! Vista a la tenue claridad de la lámpara, con la rubia cabeza en divino escorzo, la sombra de las pestañas temblando en el marfil de la mejilla, y el busto delicado y gentil destacándose en la penumbra incierta sobre la dorada talla y el damasco azul celeste del canapé, Rosarito recordaba esas ingenuas madonas pintadas sobre fondo de estrellas y luceros. La niña entorna los ojos, palidece, y sus labios agitados por temblor extraño dejan escapar un grito:

—¡Jesús!… ¡Qué miedo!…

Interrumpe su lectura el clérigo, y mirándola por encima de los espejuelos, carraspea:

—¿Alguna araña, eh, señorita?

Rosarito mueve la cabeza.

—¡No señor, no!


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sexto

Ricardo Güiraldes


Cuento


Eran inocentes porque eran chicos, y los chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.

Vivían, cerco por medio, en dos hermosas quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.

Cuando sus brazos se unían o rodaban sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué, mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a buscarse los labios.

Otras veces, influenciados tal vez por el día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.

Eran cuentos como todos los cuentos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades.

Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de promesas ignotas.

Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían blandamente en la inercia del abandono.

Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas intervenciones.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Compasión

Ricardo Güiraldes


Cuento


Lleno de la reciente conversación, me adormecía en visiones interiores mientras volvía a casa por camino conocido a mis piernas.

Casas nuevas y chatas, calle de empedrado tumultuoso por la tortura diaria de enormes carros, veredas angostas plagadas de traspiés, nada me distraía, cuando el rumor de una voz quejumbrosa llegó a mí, al través de la noche, pálidamente aclarada por un pedazo de luna muriente.

Eso me insinuó que el camino era peligroso. En la esquina aquel almacén, equívocamente iluminado por la luz rojiza de varios picos de gas silbones, era conocido como un punto de reunión de borrachos y truqueros tramposos.

Algún fin de partida debía ser lo que me llegaba de en frente en forma de discusión. Saqué del cinto el revólver, que escondí, sin soltarlo, en el vasto bolsillo de mi sobretodo y crucé a enterarme del origen de aquella pelea.

Cautelosamente me aproximé. La disputa había ya pasado «a vías de hecho», pues el más grande de los dos asestaba sin miramientos fuertes golpes sobre el contrincante, que me pareció ser jorobado.

Toda mi sangre de Quijote hirvió en un sólo impulso, y, los dedos incrustados en el cabo de mi arma, juré intervenir con rigor.

El bruto era de enorme talla. Cuando se sintió asido del brazo suspendió el balanceo de su pierna, que con indiferencia de péndulo, viajaba entre el punto de partida y el posterior de su víctima.

Me miró con ira, pero su expresión cambió instantáneamente hacia el respeto. También yo le había reconocido, lo cual no amenguó mi justo enojo.

—¿No tenés vergüenza de estropear así a un infeliz que no puede defenderse?

—¡Si usted supiera niño, qué bicho es ese! —y lo miraba con un renuevo de rencor.

—Cualquiera que sea; a un hombre así no se le pega.

Dócilmente, se dejó llevar del brazo hasta el almacén, donde entró bajo pretexto de un encuentro con «elementos nuevos».


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

De un Cuento Conocido

Ricardo Güiraldes


Cuento


Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.

Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.

Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.

—Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.

—Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.

La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.

Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.

Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.


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El Capitán Funes

Ricardo Güiraldes


Cuento


—Como seguridad de pulso —interrumpió Gonzalo—, no conozco nada que equivalga al hecho del capitán Funes.

—Y ¿cómo es? —preguntamos en coro.

—Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.

Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje. Se truqueaba por poca plata, y las bromas eran pesadísimas.

Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.

Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.

El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.

Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:

—¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.

Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.

—¿Así que usted, capitán —le decía Pastor—, ha peleado mucho?

—Bastante —movía los hombros como coqueteando.

—Ha de saber lo que son balas —guiñándonos los ojos—; ¿hasta por el olor las conocerá?

—¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!

—Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?

—Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban gordete; así: chchch... —nos mordíamos los labios—; mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...

—Pero vea —decía Pastor con gravedad—: así que las de remington hacen... ¿cómo?

—Chchchch...

—¡Curioso! ¿Y las de carabina?


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El Juicio de Dios

Ricardo Güiraldes


Cuento


(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.

Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.

De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.

Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.

Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.

Así se hizo.

Reunidos, habló Jehová.

—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.

¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!

¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!

Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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