Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.
Él, un asno paquetito.
Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.
La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.
Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.
La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su
estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas,
como una vidriera de confitería.
¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos
chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua
golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler
polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como
un corderito de alfeñique!
En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que
otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable
lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila,
para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita
humedecedora.
Una lengüita de granadina.
La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se
trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño
que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del
arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una
clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma
llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.
Se dejó amar.
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