Textos más populares esta semana publicados el 3 de noviembre de 2020 | pág. 4

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fecha: 03-11-2020


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El Capitán Funes

Ricardo Güiraldes


Cuento


—Como seguridad de pulso —interrumpió Gonzalo—, no conozco nada que equivalga al hecho del capitán Funes.

—Y ¿cómo es? —preguntamos en coro.

—Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.

Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje. Se truqueaba por poca plata, y las bromas eran pesadísimas.

Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.

Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.

El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.

Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:

—¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.

Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.

—¿Así que usted, capitán —le decía Pastor—, ha peleado mucho?

—Bastante —movía los hombros como coqueteando.

—Ha de saber lo que son balas —guiñándonos los ojos—; ¿hasta por el olor las conocerá?

—¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!

—Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?

—Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban gordete; así: chchch... —nos mordíamos los labios—; mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...

—Pero vea —decía Pastor con gravedad—: así que las de remington hacen... ¿cómo?

—Chchchch...

—¡Curioso! ¿Y las de carabina?


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Deuda Mutua

Ricardo Güiraldes


Cuento


Don Regino Palacios y su mujer habían adoptado a los dos muchachos como cumpliendo una obligación impuesta por el destino. Al fin y al cabo no tenían hijos y podrían criar esa yunta de cachorros, pues abundaba carne y hubiesen considerado un crimen abandonarlos en manos de aquel padre borracho y pendenciero.

—Déjelos, no más, y Dios lo ayude —contestaron simplemente.

Sobre la vida tranquila del rancho pasaron los años. Los muchachos crecieron, y don Regino quedó viudo sin acostumbrarse a la soledad.

Los cuartos estaban más arreglados que nunca; el dinero sobraba casi para la manutención, y sólo faltaba una presencia femenina entre los tres hombres.

El viejo volvió a casarse. En la intimidad estrecha de aquella vida pronto se normalizó la primera extrañeza de un recomienzo de cosas, y la presente reemplazó a la muerta con miras e ideas símiles.

Juan, el mayor, era un hombre de carácter decidido, aunque callado en las conversaciones fogoneras. Marcos, más bullanguero y alegre; cariñoso con sus bienhechores.

Y un día fue el asombro de una tragedia repentina. Juan se había ido con la mujer del viejo.

Don Regino tembló de ira ante la baja traición y pronunció palabras duras delante del hermano, que, vergonzoso, trataba de amenguarla con pruebas de cariño y gratitud.

Entonces comenzó el extraño vínculo que había de unir a los dos hombres en común desgracia. Se adivinaron, y no se separaban para ningún quehacer; principalmente cuando se trataba de arreos a los corrales; andanzas penosas para el viejo. Marcos siempre hallaba modo de acompañarle, aunque no le hubiesen tratado para el viaje.

Juan hizo vida vagabunda y se conchabó por temporadas donde quisieran tomarlo, mientras la mujer se encanallaba en el pueblo.

Fatalmente, se encontraron en los corrales. El prurito de no retroceder ante el momento decisivo los llevó al desenlace sangriento.


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Margarita

Soledad Acosta de Samper


Cuento


Qui voudrait te guérir, immortelle douleur?
Tu fais la trame même et le fond de la vie.
S'il se mêle aux jours noirs quelques jours de bonheur,
comme des grains épars, c'est ton fil qui les lie...
 

André Theurat

La siguiente tarde antes de oscurecer nos volvimos a reunir y don Felipe dijo con cierto aire conmovido:

—Ya que ayer hablábamos del corazón de la mujer, quiero, sin más preámbulos, referirles una historia de la cual tuve conocimiento por varias circunstancias casuales.

Todos nos preparamos a escucharlo, y él empezó así:

I

Sobre un costado del árido y pedregoso cerro de Guadalupe, que domina la ciudad de Bogotá, se veía en diciembre de 1841 una pequeña choza, cuya limpieza, la blancura de sus paredes y el empedrado que tenía delante de su puerta, indicaban tal vez pobreza pero no incuria, enfermedad moral de todo el que sufre. La choza estaba rodeada por una cerca de piedras colocadas sin arte ni simetría, y cubierta por matorrales de espinos, rosales silvestres, borracheros blancos y amarillos, arbolocos y raquíticos cerezos. En torno de la habitación corrían y engordaban varios cerdos y gallinas que vivían amistosamente con algunos perros hambrientos y un gato de mal genio. En la parte que quedaba detrás del rancho se veía una sementerilla de maíz y de otras plantas que vegetaban a duras penas entre las piedras del cerco.


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Venganza

Ricardo Güiraldes


Cuento


De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria, que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.

El capitán Zamora —diremos no dando el verdadero nombre—, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.

Misia Blanca era bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.

Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.

Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía, pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.

Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mí salvador, mí negro guapo, y le estaba agradecida por haberla librado de la indiada.

Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser como los mancarrones lunancos, para no componerse más. Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.

Los espió, haciéndose el rengo.

Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:

—Maula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.

Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos; tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.

Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando, un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.

—Sofanor, tengo que hablarte.

Se apartaron un trecho.

—¿Y cómo te va yendo?

—¡Regular!

—¿Siempre estah' enfermo?

—Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.


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Máscaras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.

El sol ardía al través de la irritante ordinariez de los trajes de baño.

—Verdad —decía Carlos—, tendría razón el refrán si dijera: «el hábito hace al monje». ¡Qué pudor ni que ocho cuartos, aquí hay coquetería y una anca se luce como un collar en un baile! Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.

Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente singularmente afrodisiaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la negra adherencia de los trapos mojados.

Nos mira con pupilas crispadas de visiones libidinosas y arguye convencido:

—Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es una incubación de energías, el aire matinal un «pick me up» y este espectáculo diario es tan extraordinario para la «taparrabería» de nuestra vida cotidiana, que uno anda vago de mil promesas incumplidas, como las pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío bajo las narices.

Por suerte, hay una que otra rabona posible...

—Así que vos, a pesar de tu renombre donjuanesco... ¿se te acabaría la racha?

—¿Racha?... El mío es un oficio como cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.

—Y ¿nada para contarnos?

—¡Algo siempre hay!

—¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?

—¡Sí, la eterna mascarita!...

Y eso es natural en un día anónimo.

—¿Nos contarás tu aventura?

—Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.


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De un Cuento Conocido

Ricardo Güiraldes


Cuento


Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.

Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.

Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.

—Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.

—Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.

La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.

Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.

Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.


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Puchero de Soldado

Ricardo Güiraldes


Cuento


El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.

Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.

El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.

Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no tener ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?

De pronto pensó en voz alta:

— Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.

— ¿Qué les sucedió? —preguntamos, más por deferencia que interés.

— Figúrense que el gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue —se sabe— uno de los jefes expedicionarios.

Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa. Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.

Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.


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Facundo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.

Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.

Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.

El Tigre pareció de pronto hostil:

—¡Jugará con sonsos!

Insolente, el mocito respondía:

—No siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.

Quiroga accedió.

Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven, besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.

Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.

—Bueno amigo, me ha ganao todo.

Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.

El general se retiraba.

Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.

—¡General, le doy desquite!

—Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganado y algo encima...

—No le hace, general; es justo que también usted talle.

—¿Se empeña?

—¿Cómo ha de ser?

Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.


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Ferroviaria

Ricardo Güiraldes


Cuento


—¡Ahí viene el Zaino! —anunció Alberto desde la puerta del pequeño salón de espera.

Recoger las valijas, salir al andén y ponernos buenamente a contemplar el punto negro, empenachado de humo, que venía hacia nosotros agrandándose, fue obra de un segundo.

Las despedidas se cruzaron.

—Hasta pronto, entonces: que se diviertan por allá, y no olvide, Alberto, le recomiendo mi compañera, por si le hace falta algo..., atiéndamela ¿no?

—Pierda cuidao. Por de pronto, la señora —dijo mi compañero dirigiéndose a la busta y hermosa alemana—, nos hará el honor de comer con nosotros.

—Con mucho gusto.

—Otra vez, entonces, ¡hasta la vuelta!

—Esoés, ¡adiós, adiós!

Y tras los últimos apretones de manos, nos colamos a nuestro coche, sacamos el polvo de los asientos a grandes latigazos de nuestros pañuelos, abrimos la ventanilla, acomodamos las valijas y nos sentamos con satisfacción de conquistadores.

No hubo más voces, ni movimiento en la estación campera, que pronto dejamos en su silencio.

Afuera, la llanura corría, a veces interceptada por algún árbol, demasiado cercano, que aturdía los ojos.

—Supongo —dije a Alberto— que me presentarás la rubia.

Y siguiendo a esta pregunta, hice otras, cuyas contestaciones me fueron satisfactorias.

—Bueno, vamos al comedor, que nos estará esperando.

Sola y halagada por muchos ojos, nuestra flamante amiga aguardaba sonriente. Los manteles se cargaron de vinagreras, platos, cubiertos, y, poco a poco, los viajeros llegaban con andar inseguro, buscando en torno las caras menos desagradables para hacerlas sus compañeras de comida.


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La Donna è Mobile

Ricardo Güiraldes


Cuento


Primera parte

Era domingo, y lindo día; despejado, por añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.


Con su flete,
muy paquete
y emprendao,
iba Armando
galopiando
pal poblao.
 

Por otra parte:


En el rancho
de ño Pancho
lo esperaba,
la puestera,
(más culera

que una taba).
 

¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo.

Segunda parte

Buena gaucha la puestera, y conocida en el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros que saben tener sumido al cristiano macho (llámesele mal de amor o de ausencia). Y no era fea, no, pero suculenta, cuando sentada sobre los pequeños bancos de la cocina, sus nalgas rebalsaban invitadoras. «Moza con cuerpo de güey, muy blanda de corazón», diría Fierro. Lo cierto es que el moreno iba a pasto seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al criollo en mal de amor.

Cuando Armando llegó al rancho, interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro, tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.

¡Negro pajuate!

Tercera parte

—Güenas tardes.

—Güenas.

No estaba el horno como pa pasteles, y Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso, cantando por cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.


—Prenda, perdone y escuche.
Prenda, perdone y escuche,
que mis penas bi'a cantar,
pero usté mi'a de alentar,
pues traigo pesao el buche,
más retobao que un estuche
que no se quiere vaciar.
 

Doña Anunciación, más seria que el Ñacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.


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