Mi pequeña barca, mi querida barquita,
toda blanca con una red a lo largo de la borda, iba
suavemente, suavemente sobre la mar en calma, en calma,
adormilada, densa, y también azul, azul de un azul
transparente, líquido, donde la luz se hundía , la luz azul,
hasta las rocas del fondo.
Los chalets, los hermosos chalets
blancos, todos blancos, observaban a través de sus ventanas
abiertas el Mediterráneo que venía a acariciar los muros de
sus jardines, de sus hermosos jardines llenos de palmeras, de
áloes, de árboles siempre verdes y de plantas siempre en flor.
Le dije a mi marinero, que remaba
despacio, que se detuviera delante de la puerta de mi amigo
Pol. Y grité con todos mis pulmones:
—¡Pol, Pol, Pol!
Apareció en su balcón, asustado como
un hombre que uno acaba de despertar. El enorme sol de la una,
deslumbrándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.
Le grité:
—¿Quieres dar una vuelta ?
—Voy, respondió
Y cinco minutos más tarde subía en mi
barquita.
Le dije a mi marinero que se
dirigiera hacia alta mar.
Pol había traído su periódico, que no
había podido leer por la mañana, y, tumbado al fondo del
barco, se puso a ojearlo.
Yo miraba la tierra. A medida que me
alejaba de la orilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa
ciudad blanca, tendida totalmente al borde de las olas azules.
Después, por encima, la primera montaña, la primera grada, un
gran bosque de abetos, lleno también de chalets, de chalets
blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos de pájaros
gigantes. Se esparcían a medida que nos aproximábamos a la
cima, y sobre la cumbre se veía uno muy grande, cuadrado, un
hotel, tal vez, y tan blanco que parecía que se había vuelto a
pintar la misma mañana.
Información texto 'Blanco y Azul'