¡Son extraños, esos antiguos
recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de
ellos!
Este es tan viejo, tan viejo, que no
puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi
mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes
o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo
día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis
ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo
tenía diez o doce años.
Era una vieja costurera que venía una
vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa
de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo
llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de
tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco
granjas agrupadas a su alrededor.
El pueblo, un pueblo grande, una
villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a
la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el
tiempo.
Así, pues, todos los martes la tía
Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y
subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.
Era una mujer alta y flaca, barbuda,
o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una
barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos
inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados
por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los
tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en
el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de
una largura extravagantes, completamente grises, tupidas,
erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados
allí por error.
Información texto 'Campanilla'