I
Saloncito confortable y lujoso.
Rafael (treinta años, mediana estatura, cuerpo fornido, rostro
afeitado por completo, mirada imperiosa y labios generalmente plegados
en un gesto desdeñoso) fuma un pitillo para matar el tiempo y ve
distraídamente cómo se elevan las espirales del humo.
Juanita, su mujer (veintiséis años, alta, delgada, arrogante, con las
facciones correctas y agraciadas y el semblante un poco pálido),
contempla melancólicamente y en silencio a su marido.
El, poniéndose en pie, incapaz de soportar más tiempo el aburrimiento, rompió el pesado silencio exclamando:
—¡Me voy!
—¿Ya?
—Ya!
—¿No comes conmigo?
—No; me es imposible. Comeré en el Círculo con Raimundo Herrero;
quedamos ayer citados para tratar de un asunto importante, y durante la
comida hemos de hablar.
—Bien—pronunció ella resignadamente.
—No me esperes; volveré tarde, y me contraría encontrarte aún
levantada esperándome... Parece como si hicieras centinela para espiar
la hora a que regreso.
—Ya ves; yo creía que te sería agradable: por eso lo hacía, no por lo
que malignamente supones. Y también porque el sueño huye de mis
párpados sabiendo que no te encuentras en casa.
—Ñoñerías—dijo él con impaciencia.
—Bien, descuida; si te molesta, no te esperaré más.
Y Juanita, no pudiendo reprimir más tiempo las lágrimas, comenzó a llorar en silencio.
—¡Eres insoportable con ese llanto continuo! Cuando una persona siente verdadero dolor no hace de él ostentación. Les grandes douleurs sont muelles.
—¿También te molesta que llore?
—¡También!
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