PRIMERA PARTE
I
Roger Lawrence había ido a la ciudad con el propósito
de llevar a cabo un acto concreto, pero a medida que se acercaba la
hora, sentía cómo su fervor se desvanecía súbitamente. En realidad,
desde un principio, había sentido poco ese fervor que nace de la
esperanza; lo sentía tan poco, que mientras viajaba inmerso en el
traqueteo del tren no pudo evitar la sorpresa de verse a sí mismo
envuelto en semejante empresa. Sin embargo, a falta de esperanza, podría
decirse que le sostenía la desesperación. Fracasaría, estaba seguro,
pero debía volver a fracasar antes de descansar. Entretanto, estaba más
que impaciente. Por la tarde, después de vagar sin rumbo por las calles
durante un par de horas sumido en la fría oscuridad de diciembre, llegó
al hotel. Subió a la habitación y se cambió, con un sentimiento de
amargura pero a la vez de cierta satisfacción por haber logrado darse el
aplomo propio de un apasionado pretendiente. Tenía veintinueve años.
Era un hombre sano y fuerte, de buen corazón y un portento al menos, en
lo que se refiere al sentido común; su rostro reflejaba juventud,
ternura y cordura, pero no muchas más cualidades. Tenía un cutis tan
fino que casi resultaba absurdo en un hombre de su edad, un efecto más
bien acentuado por una prematura calvicie parcial. Al ser extremadamente
miope, inclinaba la cabeza hacia delante; pero como los estetas que han
estudiado el pintoresquismo consideran que este rasgo concede un aire
de distinción, en este caso Roger podría haberse acogido a dicho
beneficio de la duda. Su complexión fuerte y robusta era, en definitiva,
uno de sus mejores atributos, si bien, debido a una incurable timidez
personal, hacía gala de una enorme torpeza de movimientos. Iba
melindrosamente acicalado y era meticuloso y metódico en extremo en sus
hábitos, que son los típicos que supuestamente se identifican con la
soltería.
Información texto 'El Protector'