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fecha: 05-03-2017


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El Mexicano

Jack London


Cuento


I

Nadie conocía su historia, y menos los de la Junta. Él era el «pequeño misterio», el «gran patriota» y, a su manera, trabajaba tan duro como ellos por la inminente Revolución Mexicana. No estaban muy dispuestos a reconocerlo, pues a nadie en la Junta le gustaba aquel hombre. El día en que apareció por primera vez en los cuartos atestados y bulliciosos, todos sospecharon que era un espía, uno de los agentes comprados por el servicio secreto de Díaz. Demasiados de sus camaradas estaban en las cárceles civiles y militares de los Estados Unidos, y otros, encadenados, seguían siendo conducidos hasta la frontera para ser fusilados contra paredones de adobe.

A primera vista, el muchacho no los impresionó favorablemente. Era un muchacho, sí, de no más de dieciocho años, y no demasiado desarrollado para su edad. Anunció que se llamaba Felipe Rivera y que deseaba trabajar para la Revolución. Eso fue todo: ni una palabra de más, ni una explicación. Se quedó de pie, esperando. No apareció una sonrisa en sus labios, ni benevolencia en sus ojos. El gallardo Paulino Vera tuvo un estremecimiento. Había en ese muchacho algo siniestro, terrible, inescrutable. Había algo venenoso en sus ojos negros, parecidos a los de una serpiente. Ardían como un fuego frío, como con una gran amargura concentrada. Los paseaba de las caras de los conspiradores a la máquina de escribir que la pequeña señorita Sethby usaba industriosamente. Sus ojos se posaron en los de ella un solo instante —se había arriesgado a levantar la vista—, y también ella sintió algo innominado que la hizo detenerse. Tuvo que releer para recuperar el hilo de la carta que estaba escribiendo.


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29 págs. / 51 minutos / 277 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Transgresión

Rudyard Kipling


Cuento


El amor no repara en castas ni el sueño en cama rota.
Salí en busca del amor y me perdí.

Proverbio hindú

Todo hombre debiera ceñirse a su propia casta, raza y educación, en cualquier circunstancia. Que vaya el blanco con el blanco y el negro con el negro. En tal caso, cualquier problema que pueda presentarse estará dentro del curso ordinario de las cosas: no será repentino, ni ajeno ni inesperado.

Ésta es la historia de un hombre que deliberadamente traspasó los límites seguros de la vida decente en sociedad, y lo pagó muy caro.

En primer lugar, sabía demasiado, y en segundo lugar vio más de la cuenta. Se interesó en exceso por la vida de los nativos, pero nunca más volverá a hacerlo.

En el recóndito corazón de la ciudad, tras el bustee de Yitha Megyi, se encuentra el callejón de Amir Nath, que muere en una tapia horadada por una ventana con una reja. A la entrada del callejón hay una vaquería, y las paredes a ambos lados carecen de ventanas. Ni Suchet Singh ni Gaur Chand aprueban que sus mujeres se asomen al mundo. Si Durga Charan hubiera sido de la misma opinión, hoy sería un hombre más feliz, y la pequeña Bisesa habría podido amasar su propio pan. Daba la habitación de Bisesa, a través de la ventana enrejada, al angosto y oscuro callejón, donde jamás entraba el sol y las búfalas se revolcaban en el lodo azul. Era una joven viuda, de unos quince años, y día y noche suplicaba a los dioses que le enviaran un nuevo amante, pues no le gustaba vivir sola.

Cierto día, el hombre —Trejago se llamaba— se adentró en el callejón de Amir Nath mientras deambulaba sin rumbo y, tras pasar junto a las búfalas, tropezó con un gran montón de forraje.


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7 págs. / 12 minutos / 253 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Puerta de las Cien Penas

Rudyard Kipling


Cuento


¿Me envidias porque puedo alcanzar el cielo
con un par de monedas?

Proverbio del fumador de opio

Esto no es obra mía. Me lo contó todo mi amigo Gabral Misquitta, el mestizo, entre la puesta de la luna y el amanecer, seis semanas antes de morir; y mientras respondía a mis preguntas anoté lo que salió de su boca. Fue así:

Se encuentra entre el callejón de los orfebres y el barrio de los vendedores de boquillas de pipa, a unos cien metros a vuelo de cuervo de la mezquita de Wazir Jan. Hasta ahí no me importa decírselo a cualquiera, pero lo desafío a encontrar la puerta, por más que crea conocer bien la ciudad. Uno podría pasar cien veces por ese callejón y seguir sin verla. Nosotros lo llamábamos «el callejón del Humo Negro», aunque su nombre nativo es muy distinto, claro está. Un asno cargado no podría pasar entre sus paredes, y en un punto del paso, justo antes de llegar a la puerta, la panza de una casa te obliga a caminar de lado.


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7 págs. / 12 minutos / 217 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Ellos

Rudyard Kipling


Cuento


Una vista llamaba a otra; una cima a su compañera, hacia la otra mitad del condado, y como responder a la invitación no requería mayor esfuerzo que el de tirar de una palanca, encomendé el camino a mis ruedas y me dejé llevar. Las llanuras del este, tachonadas de orquídeas, daban paso al tomillo, las encinas y la hierba gris de los promontorios cretáceos del sur, y éstos a los fértiles trigales y a las higueras de la costa, donde el ritmo regular de la marea me acompañó a mano izquierda por espacio de veinte kilómetros sin interrupción; y al girar tierra adentro, entre un cúmulo de bosques y colinas redondeadas, abandoné definitivamente todos los límites conocidos. Una vez pasada esa aldea concreta que se conoce como madrina de la capital de Estados Unidos, encontré pueblos perdidos donde las abejas, las únicas criaturas despiertas, zumbaban entre los tilos de veinticuatro metros de altura que descollaban sobre las grises iglesias normandas; milagrosos arroyos que se zambullían bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico más pesado del que jamás volverían a padecer; graneros diezmales más grandes que sus iglesias; y una vieja herrería que proclamaba a los cuatro vientos su antigua condición de sala de los caballeros templarios. Y encontré gitanos en unas eras, donde aulagas, brezo y helechos combatían entre sí a lo largo de un kilómetro y medio de calzada romana; y un poco más adelante espanté a un zorro rojo que retozaba como un perro bajo el crudo sol.


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27 págs. / 48 minutos / 214 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Colmena Madre

Rudyard Kipling


Cuento


La polilla de la cera jamás habría entrado si la colonia no hubiera sido vieja y no estuviese superpoblada, pero cuando se concentran demasiadas abejas en una colmena, es inevitable que aparezcan enfermedades y parásitos. El calor en las galerías aumentó en el mes de junio, con el trasiego de la miel, y aunque las ventiladoras trabajaban para refrescar la colmena hasta que les dolían las alas, todo el mundo sufría.

Una abeja joven trepó por la resbaladiza y pisoteada plancha de vuelo.

—Disculpa —empezó a decir—, es mi primer vuelo recolector. ¿Serías tan amable de indicarme si ésta es mi…?

—¿… colmena? —respondió el centinela con brusquedad—. ¡Sí! ¡Pasa y que te infecte ese asqueroso parásito! ¡La siguiente!

—¡Qué vergüenza! —exclamaron media docena de obreras con las alas y los nervios destrozados, y hubo protestas y zumbidos.

La pequeña polilla de la cera, agazapada en una grieta de la plancha de vuelo, llevaba todo el día esperando esta oportunidad. Se escabulló como un fantasma y, como sabía que las abejas adultas la expulsarían de inmediato, se escondió en una de las cámaras de cría, donde las más jóvenes que aún no habían visto a los vientos soplar ni a las flores asentir con sus cabezas, debatían sobre la vida. Allí estaría a salvo, pues las recién nacidas toleraban a cualquier extranjero. Llegó tras ella la abeja que había sido insultada por el centinela.

—¿Cómo es el mundo, Melissa? —preguntó una compañera.

—¡Cruel! Vengo cargada hasta más no poder, con un material de primera, ¡y el centinela me dice que me infecte ese asqueroso parásito! —Se sentó en la corriente fresca que soplaba entre los panales.

—¡Tendríais que haber oído en qué tono insolente ha maldecido el centinela a nuestra hermana! —dijo la polilla de la cera con voz almibarada—. Ha suscitado la indignación de toda la comunidad.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

En el Mismo Barco

Rudyard Kipling


Cuento


—El origen de muchos delirios es un latido venoso —dijo el doctor Gilbert con dulzura.

—¿Cómo entonces quiere que le explique lo que me pasa? —la voz de Conroy se elevó casi hasta quebrarse.

—Desde luego, pero debería haber consultado con un médico antes de usar… paliativos.

—Me estaba volviendo loco. Y ahora no puedo pasarme sin ellos.

—¡No será para tanto! Uno no adquiere hábitos fatales a los veinticinco años. Piénselo una vez más. ¿Se asustaba usted cuando era niño?

—No lo recuerdo. Todo empezó cuando era un chaval.

—¿Con o sin los espasmos? Por cierto, ¿le importaría describirme de nuevo cómo es el espasmo?

—Bueno —dijo Conroy, rebulléndose en el asiento—. Yo no soy músico, pero imagínese que fuera usted una cuerda de violín… vibrando… y que alguien lo tocara con un dedo. ¡Como si un dedo rozase el alma desnuda! ¡Es terrible!

—Como una indigestión… o una pesadilla… mientras dura.

—Pero ese horror me acompaña durante días. Y la espera es… ¡y para colmo está esa adicción al medicamento! ¡Esto no puede seguir así! —Se estremeció al decirlo, y la silla crujió.

—Mi querido amigo —dijo el doctor—, cuando sea usted mayor comprenderá las cargas que soportan incluso los mejores. Cada espartano tiene su zorro.

—Eso no me ayuda. ¡No puedo! ¡No puedo! —exclamó Conroy rompiendo a llorar.

—No se disculpe —dijo Gilbert cuando el paroxismo hubo pasado—. Estoy acostumbrado a que la gente se… desahogue un poco en esta sala.

—¡Son esas tabletas! —Conroy dio un ligero pisotón mientras se sonaba la nariz—. Me han vuelto loco. Yo era un hombre sano. He probado a hacer ejercicio, de todo. Pero si me quedo sentado un minuto cuando llega el momento… aunque sean las cuatro de la madrugada, ya no me deja en paz.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Pruebas de las Sagradas Escrituras

Rudyard Kipling


Cuento


1 Levántate, resplandece,
porque llega tu luz
y la gloria del Señor despunta sobre ti,
2 mientras las tinieblas envuelven la tierra
y la oscuridad cubre los pueblos.
3 Las naciones caminarán a tu luz
y los reyes al resplandor de tu aurora.

19 Ya no será tu luz el sol durante el día,
ni la claridad de la luna te alumbrará,
pues el Señor será tu luz eterna y tu Dios, tu esplendor.
20 No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna,
porque el Señor será tu luz eterna,
cumplidos ya los días de tu duelo.

ISAÍAS 60, 1:3; 19:20

Estaban sentados en unas sillas robustas, en el suelo de guijarros, al lado del jardín, bajo los aleros de la casa de verano. Los separaba una mesa con vino y vasos, un fajo de papeles, pluma y tinta. El más gordo de los dos hombres, desabrochado el jubón, la frente amplia manchada y surcada de cicatrices, fumó un poco antes de tranquilizarse. El otro cogió una manzana de la hierba, la mordisqueó y retomó el hilo de la conversación que al parecer habían trasladado al exterior.

—¿A qué perder el tiempo con insignificancias que no te llegan al ombligo, Ben? —preguntó.

—Me da un respiro… me da un respiro entre combate y combate. A ti no te vendrían mal un par de peleas.

—No para malgastar cerebro y versos con ellas. ¿Qué te importaba a ti Dekker? Sabías que te devolvería el golpe… y con dureza.

—Marston y él me han estado acosando como perros… a cuenta de mi negocio, como dicen ellos, aunque en realidad era por mi maldito padrastro. «Ladrillos y mortero», decía Dekker, «y ya eres albañil». Se burlaba de mí en mis propias narices. En mi juventud todo era limpio como la cuajada. Luego este humor se apoderó de mí.

—¡Ah! ¿«Cada cual y su humor»? Pero ¿por qué no dejas en paz a Dekker? ¿Por qué no lo mandas a paseo como haces conmigo?


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Marca de la Bestia

Rudyard Kipling


Cuento


Tus dioses y mis dioses: ¿sabes tú o sé yo
quiénes son más poderosos?

Proverbio indio

Al este de Suez, sostienen algunos, la Providencia deja de ejercer su control. Los hombres quedan sometidos al poder de los dioses y demonios de Asia, y la Iglesia anglicana se limita a supervisar a los ingleses tan sólo moderada y esporádicamente.

Esta teoría explica una parte de los horrores más innecesarios de la vida en la India, por eso me propongo ampliarla para contar esta historia.

Mi amigo Strickland, que es policía y buen conocedor de los nativos de la India, puede dar fe de los hechos que aquí van a relatarse. Dumoisa, nuestro médico, también presenció lo mismo que Strickland y yo presenciamos. Su interpretación de las pruebas, sin embargo, fue del todo errada. Ahora está muerto; murió de un modo bastante curioso y ya descrito en otro lugar.

Cuando Fleete llegó a la India, tenía algo de dinero y un poco de tierra en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharamsala. Había heredado ambas cosas de un tío suyo, y tomó la firme decisión de conservarlas. Era un hombre grande, gordo, inofensivo y genial. Su conocimiento de los nativos era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las barreras lingüísticas.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Colmillo Blanco

Jack London


Novela


PRIMERA PARTE: LO SALVAJE

I. La pista de la carne

A un lado y a otro del helado cauce se erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las tristezas…, una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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