Prólogo
A los lectores que con tanta indulgencia como constancia me favorecen, debo manifestarles que en la composición de EL ABUELO
he querido halagar mi gusto y el de ellos, dando el mayor desarrollo
posible, por esta vez, al procedimiento dialogal, y contrayendo a
proporciones mínimas las formas descriptiva y narrativa. Creerán, sin
duda, como yo, que en esto de las formas artísticas o literarias todo el
monte es orégano, y que sólo debemos poner mal ceño a lo que resultare
necio, inútil o fastidioso. Claro es que si de los pecados de tontería o
vulgaridad fuese yo, en esta o en otra ocasión, culpable, sufriría
resignado el desdén de los que me leen; pero al maldecir mi inhabilidad,
no creería que el camino es malo, sino que yo no sé andar por él.
El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la
forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se
componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos,
cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra, y con
ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de
sus acciones. La palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene,
en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la
impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como
la Historia, que nos cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y
escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos
sin mediación extraña el suceso y sus actores, y nos olvidamos más
fácilmente del artista oculto; pero no desaparece nunca, ni acaban de
esconderle los bastidores del retablo, por bien construidos que estén.
La impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos como sistema
artístico, no es más que un vano emblema de banderas literarias, que si
ondean triunfantes, es por la vigorosa personalidad de los capitanes que
en su mano las llevan.
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