I
Sin oficio ni beneficio, sin parientes ni habientes, vagaba por
Madrid un servidor de ustedes, maldiciendo la hora menguada en que dejó
su ciudad natal por esta inhospitalaria Corte, cuando acudió a las
páginas del Diario para buscar ocupación honrosa. La imprenta fue mano
de santo para la desnudez, hambre, soledad y abatimiento del pobre
Gabriel, pues a los tres días de haber entregado a la publicidad en
letras de molde las altas cualidades con que se creía favorecido por la
Naturaleza le tomó a su servicio una cómica del teatro del Príncipe,
llamada Pepita González o la González. Esto pasaba a fines de 1805; pero
lo que voy a contar ocurrió dos años después, en 1807, y cuando yo
tenía, si mis cuentas son exactas, diez y seis años, lindando ya con los
diez y siete.
Después os hablaré de mi ama. Ante todo debo decir que mi trabajo, si
no escaso, era divertido y muy propio para adquirir conocimiento del
mundo en poco tiempo.
Enumeraré las ocupaciones diurnas y nocturnas en que empleaba con
todo el celo posible mis facultades morales y físicas. El servicio de la
histrionisa me imponía los siguientes deberes: Ayudar al peinado de mi
ama, que se verificaba entre doce y una, bajo los auspicios del maestro
Richiardini, artista de Nápoles, a cuyas divinas manos se encomendaban
las principales testas de la Corte.
Ir a la calle del Desengaño en busca del Blanco de perla, del Elixir
de Circasia, de la Pomada a la Sultana, o de los Polvos a la Marechala,
drogas muy ponderadas que vendía un monsieur Gastan, el cual recibiera
el secreto de confeccionarlas del propio alquimista de María Antonieta.
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