I
De D. Pedro Hillo a los Sres. de Maltrana
Miranda de Ebro, Octubre de 1837.
Señora y señor de todo mi respeto: Con felicidad, mas no sin
estorbos, por causa del sinnúmero de tropas que nos han acompañado en
todo el camino, marchando en la propia dirección, llegamos a esta noble
villa realenga ayer por la mañana. Soldados a pie y a caballo descendían
por las cañadas, o aparecían por atajos y vericuetos, y engrosando la
multitud guerrera en el llano por donde el Ebro corre, nos vimos al fin
envueltos en el torbellino de un grande ejército, o al menos a mí me lo
parecía, pues nunca vi tanta tropa reunida. Generales y convoyes pasaban
sin cesar a nuestro lado tomándonos la delantera, y ya próximos a
Miranda vimos al propio caudillo, Conde de Luchana, seguido de brillante
escolta, y a otros afamados jefes y oficiales, que al punto conocieron a
Fernando y le saludaron gozosos. Nuestra entrada y acomodamiento en la
antigua Deóbriga fue, como pueden ustedes suponer, asaz dificultosa.
Éramos un brazo que se empeñaba en introducirse en una manga ya ocupada
con otro brazo robusto. En ningún albergue público ni privado de los que
en toda población existen para personas y caballerías hallamos hueco,
ni aun pidiéndolo del tamaño preciso para alfileres; y ya nos
resignábamos a la pobreza de acampar en mitad del camino, como mendigos o
gitanos, cuando nos deparó Dios a un sujeto, que no sé si llamar
enemigo o amigo, aunque en tal ocasión y circunstancias bien merece este
último nombre, el cual, con demostraciones oficiosas y todo lo urbanas
que su rudeza le permitía, nos colocó bajo techo, entre cabos y
sargentos de artillería montada, con los correspondientes arreos,
armones, sacos, cajas y regular número de cuadrúpedos.
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