Textos más descargados publicados el 5 de noviembre de 2020

Mostrando 1 a 10 de 40 textos encontrados.


Buscador de títulos

fecha: 05-11-2020


1234

Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 90 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Recaída

Javier de Viana


Cuento


Don Silvestre era un cuarentón fornido, un tanto obeso y de rostro constantemente congestionado. Hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias entrerrianas, cursó sus estudios secundarios en Concepción del Uruguay, y adquirió luego su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires.

Joven, rico, lleno de prestigios, abiertas delante suyo todas las puertas y expeditos todos los caminos, su vida se cristalizó en el alfa del abecedario sentimental. Amó con la diáfana sinceridad de las almas simples y buenas, y fué,—como infaliblemente corresponde a ese caso,—víctima del engaño y del escarnio.

No buscó desquite. Era sabiamente prudente, como todos los hombres gordos. Se fué a la estancia, renunciando a la lucha dentro de su medio—le echó llave y cerrojo al corazón, buscando la felicidad en las satisfacciones del sensualismo animal, sin ninguna intervención cerebral ni sentimental.

Buena cocina, buena bodega, el mayor confort posible; y en aquella vida sedentaria, despreocupada, huérfana de ideales, empezó a engordar. Y como la grasa es el mejor sedativo para los nervios, llegó a ser, a los cuarenta y siete años, un hombre casi completamente feliz.

Ninguna preocupación pecuniaria: su vasto establecimiento ganadero, manejado por sus mayordomos y sus capataces, le producía una renta que dejaba todos los años un superavit en su presupuesto.

Ninguna ambición política, ni social, ni intelectual. Sentíase completamente feliz, porque en la limitación de sus aspiraciones, le era dable satisfacer todos sus caprichos.

Su alma, un tanto femenina, le hizo apasionarse por las plantas, los pájaros, los perros y los gatos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 67 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Singular Aventura del Dr. Manzzi

Javier de Viana


Cuento


Era el Dr. Atilio Manzzi un «original»; pero no en el sentido que el vulgo acostumbra dar al vocablo, es decir, extravagante y atrabiliario, un ser mediocre que a falta de méritos positivos que lo eleven sobre el común de sus coterráneos, se singularizan por los excesos capilares, el arcaísmo de su indumentaria y su decir paradojal.

No era de esos el Dr. Atilio.

Si con frecuencia llevaba largo el cabello y descuidada la barba y el traje siempre en disonancia con la moda, nada de ello era en él estudiado descuido.

Hombre joven aún,—pues apenas trasmontaba la cuarentena,—vivía por completo consagrado al ejercicio de su profesión de médico y al estudio. Las tertulias del café,—el billar y el naipe,—casi exclusivo entretenimiento de los pueblitos,—no le ofrecían ningún aliciente; y las pueriles vanalidades de la vida social, menos aún.

Su pasión era los libros; y al final de cada lectura gustábale abstraerse, para extraer, a través del filtro del análisis crítico, la esencia de lo leído. Era, en fin, un temperamento de sabio.

Entusiasmábanle las ciencias sociales. Las miserias, físicas y morales observadas a diario en su consultorio, entristecían su alma generosa, impulsándole a poner en contribución su voluntad y su cerebro al ideal nobilísimo de plasmar una humanidad más buena y más justa.

¡Cuántos de aquellos infelices que imploraban el auxilio de su ciencia curativa, llevaban sus organismos corroídos por las deficiencias de alimentación, de higiene y de educación, al par que por un trabajo excesivo y ejecutado en pésimas condiciones!...


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 41 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Libertad del Cimarrón

Javier de Viana


Cuento


Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.

Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.

Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.

Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.

Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo altiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.

Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...

Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.

—¿Te jué bien, mi pajarito?

—Me jué lindo, mi chingola...

Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.

—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Abrazo de Marculina

Javier de Viana


Cuento


En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.

A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.

El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.

Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:

—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...

—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.

—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...

Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:

—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...

—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...

—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.

—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...

Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...

—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Y a Mí el Rabicano

Javier de Viana


Cuento


Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.

Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.

En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.

El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se había negado obstinadamente a complacer al auditorio.

Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.

—Elegí otro,—había dicho don Juan.

—Ya aligió ese yo.

—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.

—Rabicano no más.

—Rabicano no. Dispués, cualquiera.

—Dispués, denguno.

Y no eligió.

Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él, que cuando no tenía con quien hablar, hablaba con los perros, con los gatos, con las gallinas o, en último extremo, consigo mismo.

—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:

—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 33 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Santo Varón

Javier de Viana


Cuento


Don Cupertino Denis y don Braulio Salaverry no eran personas estimadas en el pago.

Y sin embargo eran dos viejos vecinos—pisaban los setenta—estancieros ricos, jefes de numerosa y respetable familia.

Muy trabajadores, muy económicos, quizá demasiado económicos, eran además excelentes cristianos: jamás dejaban pasar un domingo, aunque tronase, aunque lloviera, aunque amenazara desplomarse el cielo, sin levantarse al alba y trotar las doce leguas que mediaban entre sus estancias y el pueblo, para concurrir a la iglesia para escuchar una o dos misas.

Es verdad que en la casa de don Cupertino, como en la de don Braulio, las perradas daban lástima, de lo flacas que estaban.

Pero, vamos a ver. ¿Para qué son los perros?

Para defensa de la casa.

Para que esa defensa sea efectiva es necesario que los perros sean malos.

Ahora bien: el psicólogo menos perspicaz sabe que los perros, lo mismo que los hombres, no son nunca malos cuando tienen la barriga llena. Es decir, pueden seguir siendo malos pero tienen pereza de hacer daño.

Tanto don Cupertino como don Braulio habían tenido oportunidad de constatar que todos los curas son mansos.

También se acusa al primero—y al segundo—de estos honrados estancieros, de dar a los peones comida escasa y mala. Era cierto; pero no lo hacían por tacañería, sino porque la experiencia les había demostrado que lo que se gana en alimentación se pierde en tiempo, y como es axioma que el trabajo dignifica al hombre, el corolario es que será más digno el que trabaje más. Y era a impulsos de ese piadoso concepto que don Cupertino y su colega mezquinaban la comida a sus peones y les hacían echar los bofes trabajando... ¿Qué importan las penas corporales cuando con ellas se hacen méritos ante el Señor?


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 46 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Deshonesto

Javier de Viana


Cuento


Hacía calor, sentí sed y me introduje en el primer bar que se ofreció a mi paso.

Era aquello una cueva larga, estrecha, obscura.

En los muros laterales, encerrados en marcos de color terroso parecían dormitar Thiers y Gambetta, Grevy y Carnot, con los rostros maculados por la indecencia de las moscas. Al fondo, remando sobre la anaquelería indigente que se encontraba detrás del mostrador, un espejo oval lucía su luna turbia protegida por un tul amarillo.

Me senté, pedí un chopp, y mientras bebía el inmundo brebaje, observaba el recinto.

En el fondo, cerca del despacho, estaba sentado un parroquiano. Aparentaba más de cuarenta años; la vestimenta, trabajada; la barba, canosa y sin aseo; el rostro, con residuos de inteligencia ocracio y demacrado.

Tenía por delante una copa de licor casi intacta, y entre sus dedos enflaquecidos, azulados, sostenía en alto un periódico. Simulaba leer. La mirada, turbia y vaga, parecía un riacho helado.

Aquel hombre me atrajo, quizá por su visible tristeza, quizá por su evidente penuria moral. No recuerdo con qué pretexto entablamos conversación.

Hablamos, es decir, él habló, contándome su historia. En la incoherencia del relato, en el ilogismo de algunos episodios, en la inverosimilitud de ciertos hechos, advertí que mentía, que mentía a cada instante, con la obstinación de un maniático, con la indisciplina mental de un beodo. Pero, en realidad, no mentía: inventaba para explicar con dolorosa sinceridad, las tribulaciones, las caídas y la bancarrota de su ser moral.

Más o menos suprimidas las digresiones, me dijo lo siguiente:


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 51 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

1234