Textos más vistos publicados el 6 de enero de 2021 | pág. 3

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fecha: 06-01-2021


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El Sr. Nichtverstehen

Juan Valera


Cuento


Con rico cargamento de vinos generosos, higos, pasas, almendras y limones, en la estación de la vendeja llegó a Hamburgo, procedente de Málaga, una goleta mercante española. El patrón, el piloto y el contramaestre sabían muy bien su oficio o dígase el arte de navegar, pero de todas las demás cosas, menester es confesarlo, sabían poco o nada: tenían muy gordas las letras, como vulgarmente suele decirse. Por dicha, remediaba este mal y aun le trocaba en bien, un malagueño muy listo que iba a bordo como secretario del patrón y que apenas había ciencia ni arte que no supiese o en la que por lo menos no estuviese iniciado, ni idioma que no entendiese, escribiese y hablase con corrección y soltura.

Había en el puerto gran multitud de buques de todas clases y tamaños, resplandeciendo entre ellos, llamando la atención y hasta excitando la admiración y la envidia de los españoles, un enorme y hermosísimo navío, construido con tal perfección, lujo y elegancia que era una maravilla.

Los españoles naturalmente tuvieron la curiosidad de saber quién era el dueño del navío y encargaron al secretario que, sirviendo de intérprete, se lo preguntase a alumnos alemanes que habían venido a bordo.

Lo preguntó el secretario y dijo luego a sus paisanos y camaradas:

—El buque es propiedad de un poderoso comerciante y naviero de esta ciudad en que estamos, el cual se llama el Sr. Nichtverstehen.

—¡Cuán feliz y cuán acaudalado ha de ser ese caballero! —dijo el patrón envidiándole.

Saltaron luego en tierra y se dieron a pasear por las calles, contemplando y celebrando la grandeza y el esplendor de los edificios.


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Publicado el 6 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Elocuencia Vizcaína

Juan Valera


Cuento


El obispo de Málaga más de cien años ha era un varón lleno de saber y virtudes y predicador elocuentísimo. Tenía además tan alegre y suave condición y tanta afabilidad y llaneza en su trato que, lejos de enojarse, gustaba de que sus familiares discutiesen con él y hasta le embromasen.

Era el obispo vizcaíno, y sus familiares, al poner por las nubes su elocuencia, la calificaban de extraña y única entre los hijos de las Provincias Vascongadas, donde, según ellos, no hubo jamás hombre que no fuese premioso de palabra ni clérigo que no pasase por un porro y que en el púlpito no se hiciese un lío.

Movido el bondadoso prelado de su cristiana modestia y de su ferviente patriotismo, sostenía lo contrario, y llegaba a asegurar que lo menos había entre los presbíteros vizcaínos, sus contemporáneos, tres docenas que valían más que él por la ciencia, el arte y la inspiración con que enjaretaban sermones.

Como pasaba el tiempo y no parecía por aquella diócesis ningún clérigo vizcaíno, la disputa se hacía interminable. El obispo no probaba su afirmación de un modo experimental y práctico, y los familiares seguían erre que erre, negando a todos los vizcaínos, menos a Su Señoría Ilustrísima, la capacidad para la oratoria sagrada.

Acertó al cabo a venir a Málaga en busca de amparo y protección un clérigo guipuzcoano que había estudiado con el obispo en el mismo Seminario y había sido allí grande amigo suyo. El obispo le recibió muy bien y le hospedó en su palacio. No tardó, cuando estuvo a solas con él, en hablarle de las discusiones sin término que con sus familiares tenía, y luego le dijo:


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Extraña Manutención Militar

Juan Valera


Cuento


Durante la primera guerra civil entre isabelinos y carlistas, militaba en favor de los isabelinos una legión portuguesa, al mando de un general valeroso y grave.

Ocurrió que los vecinos de un lugar acudieron al general español, quejándose de que los soldados que estaban a sus órdenes les habían robado y se habían comido muchas docenas de gallinas. Los soldados españoles, a fin de disculparse de aquella falta que su general les echaba en cara, afirmaron que los portugueses eran quienes la habían cometido.

Habló de esto el general español al general portugués, el cual defendió con mucho calor a sus subordinados y echó la culpa a los españoles del latrocinio y de la glotonería.

El general español persistió, no obstante, en defender a los suyos y en culpar a los portugueses, resultando de aquí una discusión harto vehemente.

Por último, el general portugués lleno de indignación, y furia, afirmó hasta la imposibilidad de que sus terribles soldados, tan virtuosos como sobrios y sufridos, robasen gallinas y mucho menos se las comieran:

—¡Os portuguezes —exclamó para terminar— nao comen gallinas: os portuguezes comen serpentes, trementina... e merda!


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Interpretación de un Texto Latino

Juan Valera


Cuento


En la huerta de un convento de monjas y colegio de educandas, había unos cuantos perales que estaban cargados de exquisita fruta.

Siempre que podían las novicias, cuando el viejo hortelano se descuidaba y no las vigilaba, iban a los perales y se comían las peras.

Enojada la madre abadesa, las reprendió calificando de hurto, y, por consiguiente, de acción muy fea lo que habían hecho.

La más desenfadada y picotera de las novicias se atrevió a responder entonces:

—Pues no será tan malo eso de quitar peras, cuando en la iglesia cantamos casi de diario: qui temperas...

—Es cierto —replicó la madre abadesa—, pero también añade el sagrado texto rerum vices, raras veces.


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La Col y la Caldera

Juan Valera


Cuento


Un muchacho gallego, que estaba en Sevilla sirviendo en una tienda de comestibles, era íntimo amigo de un gitano calderero, a quien siempre que con él salía a pasear ponderaba la fertilidad de Galicia. Sus frondosos bosques; sus verdes praderas, cubiertas de abundante pasto, donde se crían y ceban hermosos becerros y lucias vacas que dan mantecosa leche; y la rica copia de flores, frutas y hortalizas que hay allí por donde quiera, valían mucho más, según el gallego, que los áridos cortijos, que las estériles llanuras sin árbol que les preste sombra y sin chispa de hierba, y que los sombríos olivares y viñedos de Andalucía.

Entusiasmado cierto día el galleguito, comparando la ruindad y pequeñez de las plantas andaluzas con la lozanía y tamaño colosal de las de su tierra, llegó a hablar de una col que había crecido en un huertecillo cultivado por su padre. La col acabó por tener tales dimensiones que, en el rigor del estío venía una manada de carneros a sestear a su sombra y a guarecerse de los ardientes rayos del sol.

Mucho celebró y admiró el gitano la magnificencia de la col gallega y no pudo menos de confesar que el suelo andaluz era harto menos fértil y generoso en lo tocante a coles.

—Por eso —decía el gitano—, si los andaluces siguiesen mi consejo, descuidarían la agricultura y se dedicarían a la industria, que empieza ya a estar muy en auge. Por ejemplo, en Málaga, donde hace poco tiempo que estuve yo para cierto negocio, vi, en la ferrería del Sr. Leria, una caldera que estaban fabricando, y que es verdaderamente un asombro. ¡Jesús! Yo no he visto nada mayor. Figúrese usté que en un lado de la caldera había unos hombres dando martillazos y los que estaban en el lado opuesto no oían nada.

—¿Pero hombre, dijo el gallego, para qué iba a servir esa caldera tan enorme?


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La Confesión Reiterada

Juan Valera


Cuento


Estaba un día el Padre Jacinto en el confesonario. Había oído ya los pecados de once o doce penitentes, les había dado la absolución, se encontraba fatigadísimo e iba a levantarse, cuando acudió a la rejilla una mujer muy guapa, pulcra y elegantemente vestida y al parecer de poco más de treinta años.

Desde luego el Padre la halló simpática, y, movido su corazón por la simpatía, no quiso negarse a escucharla.

La dama, hasta entonces no conocida del Padre, le dijo que permanecía soltera y que vivía con su anciana madre viuda, a quien amaba en extremo y se esmeraba en cuidar.

Eran madre e hija señoras principales pero pobres, y vivían con recogimiento y en cierta estrechez decorosa.

Todos los pecadillos que la dama confesó al Padre eran tan leves y veniales, y le fueron confesados por ellas con tal candor y con gracia tan inocente, que el Padre, en el fondo de su alma, hubo de calificarla no sólo de graciosa y discreta, sino de casi santa. Creyó, pues, inútil el trabajo que ella se había tomado en decir su confesión y el que se tomaba él en oírla. Aprobó, no obstante, y celebró aquel trabajo, hallándole grato y ameno.

Eran tan pequeñitas las faltas de la dama, que el Padre, a pesar de su severidad, apenas creía que debía imponerle más penitencia que la de rezar un Padrenuestro.

Se disponía ya a imponérsela y a echarle la bendición, cuando la dama, después de larga pausa y silencio, muy ruborizada y como quien vacila, dijo con voz dulce y temblorosa:

—Padre, me avergüenzo de pensar que estoy engañando a usted. Usted me creerá buena y virtuosa, pero es porque no le he dicho un pecado muy grave y mortal que pesa sobre mi conciencia y que la abruma. Menester será que yo se lo diga, aunque me apesadumbre y me cause extraordinario sonrojo.

—Sí, hija mía, al confesor no se le debe ocultar nada: habla con franqueza.


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La Reina Madre

Juan Valera


Cuento


I

En un pequeño lugar de la provincia de Córdoba vivía un pobre labrador, joven y guapo, cuya mujer era la más linda muchacha que había en cuarenta o cincuenta leguas a la redonda. Fresca y robusta, estaba rebosando salud. Y tenía tan apretadas carnes que, según afirmaba su marido, era difícil, cuando no imposible, pellizcarla. Su pelo era rubio como el oro, y sus mejillas parecían amasadas con leche y rosas.

Marido y mujer se idolatraban.

Hacía poco tiempo que estaban casados; siempre se estaban arrullando como dos tórtolos, pero aun no tenían hijos.

Ambos eran tan simpáticos, que contaban con multitud de amigos en la vecindad y aun en todo el pueblo.

Llegó el día en que el marido cumplía treinta años, y la mujer, de acuerdo con él, quiso celebrar la fiesta, agasajando a los vecinos más íntimos con un opíparo gaudeamus.

Aunque ellos eran pobres, no carecían de recursos para satisfacer tan generoso deseo.

Iba a terminar el mes de Noviembre y acababan de hacer la matanza de un cerdo. Tenían, pues, exquisitas morcillas y lomo fresco en adobo.


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La Virgen y el Niño Jesús

Juan Valera


Cuento


Paquita no era fea ni tonta. Pasaba en el lugar por muy despejada y graciosa; pero, como era pobre, no hallaba hidalgo que con ella quisiera casarse, y como se jactaba de bien nacida no se allanaba a tomar por marido a ningún pelafustán o destripaterrones. Paquita, en suma, llegó a los treinta años todavía soltera.

Para un hombre, o para una mujer casada, la mejor edad es la de treinta años. Puede considerarse como el punto culminante de la vida. En nuestro sentir, sólo a la joven que llega a dicha edad sin hallar marido cuadra bien la sentencia del poeta:


¡Malditos treinta años,
funesta edad de amargos desengaños!


En el fondo de su alma, Paquita deploraba mucho haberlos cumplido y no estar casada; pero, como era buena cristiana y piadosísima, buscaba y hallaba consuelo en la religión; decía: «a falta de pan, buenas son tortas» y trataba de suplir con el amor divino la carencia del amor humano.

Con todo, no lograba conformarse con dicha carencia, a pesar de los grandes esfuerzos místicos que de continuo hacía.

Impulsada por sus opuestos sentimientos, iba de diario a una hermosa capilla de la iglesia mayor, donde, en elegante camarín, había una muy devota imagen de la Virgen del Rosario con un niño Jesús muy bonito en los brazos.

Paquita, llena de fervorosa devoción, se encomendaba a la Virgen y le rezaba muchas salves y avemarías, rogándole que le diese conformidad para el celibato y que hiciese de ella una santa. A veces, no obstante, renacía en su corazón el deseo de matrimonio. Se entusiasmaba, hablaba en voz alta y pedía marido a aquella divina Señora.

El monaguillo, que era travieso y avispado, hubo de oír las jaculatorias de Paquita y determinó hacerle una burla.


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Las Gafas

Juan Valera


Cuento


Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.

Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.

Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:

—Con éstas no leo.

Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta:

—Con éstas leo perfectamente.

Luego las pagó y se las llevó.

Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:

—Con éstas no leo.

Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:

—No leo con éstas.

El tendero entonces le dijo:

—¿Pero usted sabe leer?

—Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?


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