Textos peor valorados publicados el 8 de junio de 2016 | pág. 2

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fecha: 08-06-2016


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El Legado

Guy de Maupassant


Cuento


El señor y la señora Serbois estaban acabando de almorzar, con aspecto taciturno, uno enfrente del otro.

La señora Serbois, una rubia bajita de piel rosada, ojos azules, gestos tiernos, comía lentamente sin levantar la cabeza, como si un pensamiento triste y persistente la hubiera alcanzado.

Serbois, alto, fuerte, con patillas, aspecto de ministro o de hombre de negocios, parecía nervioso y preocupado.

Al fin, profirió como hablando consigo mismo:

—¡Verdaderamente es muy asombroso!

Su mujer preguntó:

—¿Qué, querido?

—Que Vaudrec no nos haya dejado nada.

La señora Serbois enrojeció; enrojeció bruscamente como si un velo rosa se hubiera extendido de repente sobre su piel subiendo desde la garganta al rostro, y dijo:

—Tal vez haya un testamento en la notaría. Aún no sabemos nada.

Y ella parecía en verdad saber.

Serbois reflexionó:

—Sí, es posible, ya que en definitiva ese muchacho era nuestro mejor amigo. No abandonaba la casa, cenaba aquí cada dos días; sé perfectamente que te hacía muchos regalos y que esta era una manera como otra de pagar nuestra hospitalidad, pero es verdad que, cuando se tienen amigos como nosotros, se piensa en ellos a la hora del testamento. Es bien cierto que si yo me hubiera sentido enfermo hubiera hecho algo por él, aunque tú seas mi heredera natural.

La señora Serbois bajó los ojos. Y mientras su marido estaba trinchando un pollo, ella se sonó, como uno hace cuando llora.

Él continuó:

—En fin, es posible que haya un testamento en el notario y un pequeño legado para nosotros. No esperaría gran cosa; un recuerdo, nada más que un recuerdo, un pensamiento, para probarme únicamente que nos tenía aprecio.

Entonces su mujer pronunció con voz temblorosa:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Lisiado

Guy de Maupassant


Cuento


El hecho ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón de un compartimiento vacío, y había cerrado la portezuela con la esperanza de viajar solo, cuando volvió a abrirse de súbito y oí una voz que decía.

—¡Cuidado, señor! Nos hallamos precisamente en un cruce de líneas; el estribo está muy alto.

Otra voz respondió:

—No te preocupes; me sujeto bien.

Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero hongo, y dos manos, que se aferraban con firmeza a los montantes, izaron lentamente un corpachón cuyos pies al tocar el estribo hicieron el ruido que produce una estaca al golpear el suelo.

Cuando el viajero introdujo el torso en el compartimiento, vi aparecer al extremo del pantalón la contera de una pierna de palo pintada de negro, y después otra pierna de iguales características. Surgió detrás del viajero una cabeza que inquirió:

—¿Está bien instalado el señor?

—Sí, muchacho.

—Pues ahí van los paquetes y las muletas.

Y un criado, que parecía un antiguo asistente, subió a su vez con una porción de bultos envueltos en papeles negros y amarillos, cuidadosamente atados, y los dejó en la red por encima de la cabeza de su amo. Luego dijo:

—Bueno; ya está todo. Hay cinco. Los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie—gras.

—Bien, muchacho.

—Feliz viaje, señor.

—¡Gracias, Lorenzo! ¡Sigue bien!

El criado se marchó, cerrando la portezuela, y miré a mi vecino.

Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque su pelo era ya casi blanco. Llevaba condecoraciones; era bigotudo, robusto, muy gordo, con esa gordura que aqueja a los hombres activos y fuertes cuando una enfermedad o un accidente los obliga a permanecer casi inmóviles.

Se enjugó la frente, resopló con fuerza y preguntó, mirándome a los ojos:


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El Mendigo

Guy de Maupassant


Cuento


Había conocido días mejores, pese a su miseria y sus achaques. A la edad de quince años, había visto sus dos piernas aplastadas por un coche en la carretera de Varville. Y desde entonces mendigaba arrastrándose a lo largo de los caminos, a través de los patios de las haciendas, balanceándose sobre las muletas que le habían hecho subir los hombros a la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas. Fue un niño abandonado, el párroco de Billetes lo encontró en una cuneta la víspera del día de difuntos por lo que fue bautizado por esta razón como Nicolás Toussaint; criado por caridad, había permanecido ajeno a cualquier tipo de instrucción, lisiado después de haber bebido algunos vasos de aguardiente ofrecidos por el panadero del pueblo, por broma, y, desde entonces vagabundo; no sabía hacer otra cosa que tender la mano. Desde tiempo atrás, la baronesa de Avary le cedía para dormir una especie de nicho lleno de paja, junto al gallinero, en la hacienda colindante con el castillo: allí estaba seguro de encontrar siempre un trozo de pan y un vaso de sidra en la cocina, en los días de hambre. También recibía a veces algunas monedas arrojadas por la anciana dama desde lo alto de la escalinata o desde las ventanas de su habitación. Pero ahora ella estaba muerta. En los pueblos no le daban nada, pues lo conocían demasiado; estaban hartos de él después de verlo durante cuarenta años pasear de casa en casa su cuerpo harapiento y deforme sobre sus dos patas de madera. Sin embargo, él no quería marcharse porque no conocía sobre la tierra otra cosa que no fuera este rincón, esas tres o cuatro aldeas por donde siempre había arrastrado su miserable vida. Había puesto fronteras a su mendicidad y no había traspasado jamás los límites que no estaba acostumbrado a franquear.


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El Padre

Guy de Maupassant


Cuento


Jean de Valnoix es un amigo al que voy a ver de vez en cuando. Vive en una pequeña casa de campo, a orillas de un río, en el bosque. Se había retirado ahí tras haber vivido en París, una vida de loco, durante quince años. De repente se hartó de los placeres, las cenas, los hombres, las mujeres, las cartas, de todo, y se vino a esta finca en la que había nacido.

Somos dos o tres los que vamos a pasar, alguna que otra vez, quince días o tres semanas con él. Desde luego está encantado de volver a vernos cuando llegamos y de volver a encontrarse solo cuando nos vamos.

Fui, pues, a su casa la semana pasada y me recibió con los brazos abiertos. Pasábamos las horas unas veces juntos, otras en solitario. Generalmente, él lee y yo trabajo durante el día; y cada noche hablamos hasta la medianoche.

El martes pasado, tras un día sofocante, estábamos ambos sentados, sobre las nueve de la noche, mirando cómo corría el agua del río a nuestros pies e intercambiando ideas muy vagas sobre las estrellas que se bañaban en la corriente y que parecían nadar delante de nosotros. Intercambiábamos ideas muy vagas, muy confusas, muy breves, ya que nuestras mentes son muy limitadas, muy simples, muy impotentes. Yo me enternecía con el sol que muere en la Osa Mayor. Palidece tanto que sólo se puede ver cuando la noche está clara. Cuando el cielo está un poco nubloso éste, agonizante, desaparece. Pensábamos en los seres que pueblan estos mundos, en sus modales inimaginables, en sus insospechadas facultades, en sus órganos desconocidos, en los animales, en las plantas, en todas las especies, en todos los reinos, en todas las esencias, en todas las materias que el sueño del hombre ni siquiera puede atisbar.

De repente una voz gritó a lo lejos:

—¡Señor, señor!

Jean contestó:

—Estamos aquí, Baptiste.

Y cuando el criado nos encontró, anunció.


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El Pozo

Guy de Maupassant


Cuento


Muerte ocasionada por golpes y heridas. Así rezaba el cargo de acusación por el cual comparecía ante el juzgado del crimen un tal Leopoldo Renard, tapicero.

Rodeando al acusado se hallaban sus principales testigos: la señora Flameche, viuda de la víctima; Luis Ladureau, ebanista, y Juan Durdent, gasfitero.

Junto al acusado se encontraba su esposa, vestida de negro, pequeña y fea, con aspecto de mona vestida de dama.

Leopoldo Renard refirió con estas palabras el drama:

—Dios mío, fue una desgracia de la cual fui yo, en todo momento, la mayor víctima y en la que mi voluntad no intervino para nada. Los hechos hablan por sí mismos, señor juez. Soy un hombre honesto, un hombre trabajador. Hace dieciséis años que trabajo como tapicero en la misma calle. Todos los vecinos me conocen, me quieren, me respetan, me consideran, como lo han declarado. Hasta la portera, que no está casi nunca de buen humor. Me gusta el trabajo, me gusta el ahorro. Me gustan la gente decente y los placeres honestos. Eso me perdió. ¡Qué le vamos a hacer! Lo hice sin querer, y por eso sigo creyéndome un hombre de honor.

"Hace ya cinco años que mi señora y yo vamos todos los domingos a pasar el día a Poissy Tomamos el aire, y además nos gusta pescar con caña. Eso sí: a los dos nos gusta con locura. Melie es quien me aficionó a la pesca, ¡la haragana! Ella se apasiona mucho más que yo, ¡la muy tiñosa! y ella tiene la culpa de todo este asunto, como verán si me prestan atención.

"Soy vigoroso, pero bonachón No tengo un pelo de maldad. Ella, en cambio, bueno..., ella. ¡Oh, si parece que no mataría una mosca, tan chica, flacucha! ¡Pero más mala que una garduña! No niego sus buenas cualidades, algunas muy importantes para un comerciante. ¡Pero su carácter! Pregunten a los vecinos. La misma portera que declaró en mi favor hace un momento podrá decir algo.


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El "rosier" de la señora Husson

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de pasar por Gisors donde me había despertado al oír el nombre de la ciudad gritado por los empleados e iba a adormecerme de nuevo cuando una sacudida horrorosa me lanzó sobre la gruesa dama que se encontraba sentada frente a mí.

Una rueda se le había roto a la locomotora que yacía atravesada en la vía. El ténder y el vagón de equipajes, también descarrilados, se habían acostado al lado de esta moribunda que roncaba, gemía, silbaba, soplaba, escupía, parecía uno de esos caballos caídos en la calle, cuyo flanco se mueve, cuyo pecho palpita, cuyos ollares humean, y cuyo cuerpo completo tiembla, pero que no parecen capaces de hacer el menor esfuerzo para levantarse y volver a caminar. No había muertos ni heridos, sólo unos cuantos contusionados, pues el tren no había alcanzado aún mucha velocidad, y mirábamos desolados, el grueso animal de hierro lisiado, que ya no podría transportarnos y que bloqueaba la vía por mucho tiempo quizá, pues sería necesario sin duda traer un tren de socorro desde París.

Eran las diez de la mañana, y me decidí de inmediato a regresar a Gisors para almorzar allí. Mientras caminaba por la vía me preguntaba: «Gisors, Gisors, yo conozco a alguien aquí. Pero ¿quién? ¿Gisors? Veamos, yo tengo un amigo en esta ciudad.» Y de pronto, un nombre surgió de mi memoria: «Albert Marambot». Era un antiguo compañero de colegio, que no había vuelto a ver desde hacía doce años por lo menos, y que ejercía en Gisors la profesión de médico. Con frecuencia me había escrito invitándome; yo le había prometido venir, pero sin cumplir mi promesa. Esta vez, por fin, aprovecharía la ocasión. Pregunto al primer transeúnte que encuentro:

—¿Sabe usted dónde vive el doctor Marambot?


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Salto del Pastor

Guy de Maupassant


Cuento


Desde Dieppe al Havre, la costa presenta un acantilado ininterrumpido, de unos cien metros de longitud, vertical como una muralla. De vez en cuando, esa gran línea de rocas blancas se rompe bruscamente, y un pequeño valle estrecho, con laderas cubiertas de hierba rasa y juncos marinos, desciende desde la meseta cultivada hacia una playa de guijarros donde desemboca por una rambla, semejante al lecho de un torrente. La naturaleza hizo esos valles, la lluvia de tormenta los terminó con esas ramblas, entallando lo que quedaba de acantilado, ahondando hasta el mar el lecho de las aguas que sirve de paso a las personas. A veces, algún pueblo se halla acurrucado en esos valles hasta donde penetra el viento del mar.

He pasado el verano en una de esas calas de la costa, alojado por un campesino, cuya casa, orientada hacia el mar, me permitía ver desde mi ventana un gran triángulo de agua azul, enmarcada por las laderas verdes del valle y salpicada a veces por las velas blancas que pasaban a lo lejos, bajo el sol.

El camino que se dirigía al mar seguía el fondo de la garganta, y bruscamente, se hundía entre dos muros de marga, se convertía en una especie de surco profundo, antes de desembocar en la bella extensión de cantos rodados, redondeados y pulidos por la secular caricia de las olas. Ese paso encajonado se llama «El Salto del Pastor». Éste es el drama que hizo que así lo llamaran:


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El Vagabundo

Guy de Maupassant


Cuento


Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos, teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó a faltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros. Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de papeles y certificados, con siete francos en el bolsillo y llevando al hombro, en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de repuesto, un pantalón y una camisa.

Había caminado sin descansar ni de día ni de noche, por interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.


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El Viejo

Guy de Maupassant


Cuento


Un tibio sol de otoño se cernía sobre el patio de la hacienda, por encima de las grandes hayas de las cunetas. Bajo la hierba pelada por las vacas, la tierra, impregnada de lluvia reciente, mojada, se hundía bajo los pies produciendo un chapoteo; y los manzanos cargados de manzanas sembraban sus frutos de un verde pálido sobre el verde oscuro de los herbazales. Cuatro jóvenes terneras pacían, atadas en línea, y mugían por momentos en dirección a la casa; las aves ponían un movimiento colorido sobre el estiércol, delante del establo, y escarbaban, se removían, cacareaban, mientras que los dos gallos cantaban sin cesar, buscando gusanos para sus gallinas, a las que llamaban con un intenso cloqueo.

La barrera de madera se abrió; entró un hombre, de unos cuarenta años, pero que parecía un viejo de sesenta, arrugado, derrengado, andando con grandes pasos lentos, entorpecidos por el peso de unos grandes zuecos llenos de paja. Sus brazos, demasiado largos, le colgaban a ambos lados del cuerpo. Cuando se acercó a la casa, un perro amarillo, atado al pie de un enorme peral, junto a un barril que le servía de caseta, movió la cola, luego se puso a ladrar como muestra de alegría. El hombre gritó:

—¡Calla, Finot! —El perro se calló.

Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesudo, ancho y plano, se dibujaba bajo un justillo de lana que le oprimía la cintura. Una falda gris, demasiado corta, le caía hasta la mitad de las piernas, cubiertas por medias azules, y ella también llevaba zuecos llenos de paja. Un gorro blanco, que se le había puesto amarillo, cubría unos pocos cabellos pegados al cráneo, y su cara oscura, delgada, fea, sin dientes, mostraba la fisonomía salvaje y bruta que tienen con frecuencia los campesinos.

El hombre preguntó: «¿Cómo sigue?»

La mujer contestó: «El señor párroco dice que es el final, que no saldrá de esta noche.»


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El Viejo Milon

Guy de Maupassant


Cuento


Desde hace un mes, un sol abrasador lanza sobre los campos su lumbre. Una vida radiante estalla bajo ese diluvio de fuego; la tierra está verde hasta perderse de vista. Hasta los límites del horizonte, el cielo es azul. Las granjas normandas diseminadas por la llanuras parecen, desde lejos, bosquecillos, encerradas en su cinturón de esbeltas hayas. De cerca, cuando se abre la carcomida barrera, se cree ver un gigantesco jardín, pues todos los antiguos manzanos, tan huesudos como los campesinos, están en flor. Los viejos troncos negros, nudosos, retorcidos, alineados junto al corral, despliegan bajo el cielo sus copas deslumbrantes, blancas y rosas. El dulce perfume de su floración se mezcla con el intenso olor de los establos abiertos y con los vapores del estiércol que fermenta, cubierto de gallinas.

Es mediodía. La familia come a la sombra del peral plantado ante la puerta: el padre, la madre, los cuatro hijos, las dos sirvientas y los tres criados. Apenas hablan. Toman la sopa, después destapan la fuente de estofado llena de papas con tocino.

De vez en cuando una sirvienta se levanta y va a la bodega a llenar la jarra de sidra.

El hombre, un tipo alto de cuarenta años, contempla, pegada a la casa, una parra que ha quedado desnuda, y que corre, retorcida como una serpiente, bajo los postigos, a lo largo del muro.

Dice por fin:

—La parra del viejo brota pronto este año. Pues que dé fruto.

La mujer también se vuelve y mira, sin decir una palabra.

Esa parra está plantada justamente en el lugar donde el viejo fue fusilado.

Era durante la guerra de 1870. Los prusianos ocupaban toda la comarca. El general Faidherbe, con el ejército del Norte, les hacía frente.

Ahora bien, el Estado Mayor prusiano se había emplazado en aquella granja. El campesino que la poseía, el viejo Pierre Milon, los recibió e instaló como mejor pudo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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