Textos más populares esta semana publicados el 8 de junio de 2016 | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 42 textos encontrados.


Buscador de títulos

fecha: 08-06-2016


12345

El Ciego

Guy de Maupassant


Cuento


¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.

Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.

Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:

«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».

He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.

Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 225 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Cama 29

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Era el auténtico prototipo del gallardo oficial de húsares. Por ello se exhibía pavoneándose siempre, orgulloso y atento a sus piernas, a su cintura y a su bigote. Y, verdaderamente, eran admirables su bigote, su cintura y sus piernas. El primero era rubio, muy fuerte, y le caía marcialmente sobre los labios, denso, con su bello color de trigo maduro, pero fino, cuidadosamente recortado, descendiendo a ambos lados de la boca en dos poderosas e intrépidas guías. La cintura era delgada, como si llevara corsé, y más arriba surgía un vigoroso pecho masculino, abombado y amplio. Sus piernas eran admirables, unas piernas de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos bajo la tela ajustada del pantalón rojo.

Andaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese pequeño balanceo de los jinetes que tanto favorece a las piernas y al torso, y que parece airoso bajo el uniforme, pero vulgar bajo una levita.

Como muchos oficiales, el capitán Epivent no sabía llevar un traje civil. Vestido de gris o de negro, tenía aspecto de dependiente. Pero en uniforme era un ejemplar. Tenía, además, una hermosa cabeza, la nariz delgada y curva, los ojos azules, la frente estrecha. Es cierto que era calvo, sin que nunca hubiera logrado saber la causa de la caída del pelo. Se consolaba pensando que un cráneo un poco pelado no resulta mal si se tienen unos buenos bigotes.

En general, despreciaba a todo el mundo, aunque establecía muchos grados en su desprecio.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 182 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Padre de Simón

Guy de Maupassant


Cuento


Las doce acababan de sonar. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera, atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron rápidamente, como todos los días, para ir a comer a sus casas; se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron a cuchichear.

Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la Blancota.

Habían oído hablar en sus casas de la Blancota; aunque en público le ponían buena cara, a espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la que se habían contagiado los hijos sin saber por qué.

A Simón no lo conocían, porque no salía de su casa, y no los acompañaba en sus travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, simpatía; por eso acogieron con cierto regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:

—¿No lo saben?... Simón... no tiene papá.

Apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría siete u ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales tímidos, casi torpes.

Regresaba a casa de su madre, pero los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y acabaron por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos maliciosos y crueles de chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito conseguido ya, le preguntó:

—Tú, dinos cómo te llamas.

Contestó el interpelado:

—Simón.

—¿Simón qué?

El niño repitió desconcertado:

—Simón.


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 17 minutos / 169 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo

Guy de Maupassant


Cuento


El campesino permanecía de pie frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La anciana, tranquila, resignada, miraba a los dos hombres y los escuchaba hablar. Iba a morir, pero no se sublevaba, su tiempo había concluido ya, tenía noventa y dos años. Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, arrojaba su llama cálida sobre el suelo de tierra oscura, giboso y pisoteado por los zuecos de cuatro generaciones de rústicos. Los olores del campo entraban también, empujados por la brisa ardiente, olores de hierbas, de trigos, de hojas quemadas por el calor de mediodía. Los saltamontes se desgañitaban, llenaban el campo con el chasquido claro, similar al ruido de los grillos del bosque que se les venden a los niños en las ferias

El médico, levantando la voz, decía: «Honoré, usted no puede dejar a su madre sola en este estado. ¡Va a morir de un momento a otro!» Y el campesino, desolado, repetía: «Es que necesito recoger el trigo; ya lleva demasiado tiempo en tierra. El tiempo es bueno, justamente. ¿Qué dices tú, madre?» Y la vieja moribunda, torturada aún por la avaricia normanda, decía «sí» con los ojos y la frente, animando a su hijo a que recogiera el trigo y la dejara morir completamente sola. Pero el médico se enfadó y, dando un zapatazo en el suelo, dijo: «Usted no es más que un bruto ¿entiende? Y no le permitiré que haga eso ¿entiende? Y, si usted necesita recoger su trigo hoy mismo, vaya a buscar a la Rapet, ¡pardiez! y encárguele que cuide a su madre. Es mi deseo, ¿entiende? Y si no me obedece, lo dejaré morirse como un perro cuando usted, a su vez, esté enfermo ¿entiende?»

El campesino, un hombre alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, murmuraba: «¿Cuánto cobra la Rapet por una guardia?»


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 143 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ermitaño

Guy de Maupassant


Cuento


Algunos amigos habíamos ido a visitar al viejo ermitaño que vivía en el túmulo de un antiguo sepulcro cubierto de árboles, en el centro de la inmensa llanura que se extiende desde Cannes a la Napoule.

Regresamos hablando de estos extraños solitarios laicos, que fueron muy numerosos en otros tiempos, pero cuya raza va hoy desapareciendo. Nos esforzábamos por hallar las causas morales, y por determinar la índole de los desengaños que lanzaban en aquellas épocas a los hombres hacia las soledades.

Uno del grupo exclamó de pronto:

—Dos ermitaños he conocido: un hombre y una mujer. Esta última debe vivir todavía. Habitaba, hace cinco años, en unas ruinas situadas en la cumbre de una montaña completamente desierta de las costas de Córcega, a quince o veinte kilómetros de distancia de la casa más próxima. Vivía allí en compañía de una criada; fui a verla. No había la menor duda de que se trataba de una mujer distinguida, que había pertenecido a la buena sociedad. Me acogió con mucha cortesía, y hasta con cordialidad, pero nada conseguí saber de ella, y nada pude adivinar tampoco.

Por lo que al hombre respecta, les voy a contar su siniestra aventura.

Vuélvanse ustedes a este lado. Vean allá lejos aquel monte puntiagudo y cubierto de bosque que se destaca, aislado, detrás de la Napoule, por delante de las cumbres del Esterel; la gente del país lo conoce con el nombre de monte de las Serpientes. Allí vivía el solitario de mi historia, hará unos doce años, entre los muros de un pequeño templo antiguo.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 142 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Artista del Trapecio

Franz Kafka


Cuento


Un artista del trapecio —como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre— había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades —por otra parte muy pequeñas— eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 136 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Encuentro

Guy de Maupassant


Cuento


Los encuentros constituyen el encanto de los viajes. ¿Quién no siente alegría de un encuentro inesperado, en mil lugares del país, con un parisino, un compañero de colegio, un vecino del campo? ¿Quién no ha pasado la noche con los ojos abiertos, en la incómoda diligencia que discurre por unas comarcas donde el vapor es todavía ignorado, al lado de una muchacha desconocida, entrevista solamente a la débil luz de la lámpara, desde que ella sube al coche ante la puerta de una blanca casa de un pueblo?. Y a la mañana siguiente, cuando el espíritu y los oídos están entumecidos del continuo tintineo de los cascabeles y de la estruendosa vibración de los cristales, qué encantadora sensación al ver la belleza de nuestro lado desgreñada, abrir los ojos y examinar a su vecino; poder ofrecerle mil servicios y escuchar su historia que ella siempre narra cuando se encuentra bien. Y cómo uno se extasía también sin ningún sentido, al verla descender ante la barrera de una casa de campo. Parece captarse en sus ojos, cuando esta amiga de dos horas nos dice adiós para siempre, un atisbo de emoción, de nostalgia, ¿quién sabe?... Y aquél buen recuerdo se conserva hasta la vejez en esos frágiles recuerdos de los viajes.

Al sur, al sur, todo el extremo de Francia, es un país desierto, pero desierto como las soledades americanas, ignorado por los viajeros, inexplorado, separado del mundo por unas cadenas montañosas en las que están asiladas unas aldeas a los márgenes de un gran río, El Argens, al que ningún puente atraviesa. Toda esta comarca de montaña, es conocida bajo el nombre de "macizo de los Maures". Su verdadera capital es Saint Tropez, ubicada en el extremo de esta tierra perdida, al borde del golfo de Grimaud, en la más bella de las costas de Francia.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 115 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Burro

Guy de Maupassant


Cuento


En la espesa niebla dormida encima del río no calaba el más leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón mate posada sobre el agua. Ni siquiera se distinguían las orillas, envueltas en vapores de formas raras que tenían perfiles de montañas. Pero al empezar a alborear fue descubriéndose a la vista la colina. Al pie de la misma, a los nacientes resplandores de la aurora, fueron apareciendo poco a poco las grandes manchas blancas de las casas revocadas de yeso. Cantaban los gallos en los gallineros.

A lo lejos, en la otra orilla del río sepultada en la bruma, delante mismo de La Frette, ruidos ligeros turbaban de cuando en cuando el profundo silencio del cielo sin brisa. Se oía a veces un confuso palmoteo, como de una lancha que avanzase con cuidado; otras, un golpe seco, como de un remo que chocase en la borda, y otras, un ruido como de objeto blando que cayese al agua. Y de pronto, el silencio.

De cuando en cuando, unas palabras dichas en voz baja, sin que se pudiese precisar el sitio, quizá muy lejos, quizá muy cerca, perdidas en las brumas opacas, nacidas tal vez en la tierra, tal vez en el río, se deslizaban tímidas, pasaban como esos pájaros salvajes que han dormido entre los juncos y levantan el vuelo con las primeras claridades del día para seguir huyendo, para huir siempre; se los distingue un segundo, cuando atraviesan de parte a parte la bruma, lanzando un grito suave y tímido que despierta a sus hermanos a lo largo de las riberas.

De pronto, cerca de la orilla, al lado del pueblo, se perfiló sobre el agua una sombra, borrosa al principio, pero que fue agrandándose, dibujándose. Saliendo de la cortina nebulosa que envolvía el río, una embarcación de fondo plano, tripulada por dos hombres, atracó en la orilla cubierta de hierba.


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 17 minutos / 113 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre de Marte

Guy de Maupassant


Cuento


Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:

—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.

—Hágalo entrar.

De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.

Balbuceó:

—Le pido perdón, señor.

Se sentó y continuó:

—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted... que usted... En fin, me he armado de valor... pero verdaderamente... ya no me atrevo.

—Atrévase pues, Señor.

—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.

—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.

—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.

—Y bien, señor, adelante.

—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, de sus placeres, de su vida, en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie! ¡Oh! ¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 109 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dote

Guy de Maupassant


Cuento


A nadie causó sorpresa la boda de Simón Lebrumet, notario, con Juanita Cordier. El señor Lebrumet hacía gestiones con el señor Papillon para que le traspasara la notaría. Claro que necesitaba dinero; y la señorita Cordier tenía una dote de trescientos mil francos, disponibles en billetes de Banco y en títulos al portador.

Lebrumet era bien parecido, agradable, gracioso; todo lo gracioso que puede ser un notario, pero gracioso a su manera, cosa extraña en Boutigny-le-Revours.

La señorita Cordier tenía la frescura y el atractivo de los pocos años; frescura un poco basta, campesina, y atractivo provinciano; pero, en conjunto, era una bonita muchacha, bastante apetecible.

La ceremonia del casamiento puso en conmoción a todo Boutigny.

Fueron muy admirados los novios cuando al salir de la iglesia iban a ocultar su dicha bajo el techo conyugal, decididos a irse luego algunos días a París, después de saborear las dulzuras del matrimonio en el retiro de su casa.

Y los primeros aleteos de su amor fueron verdaderamente seductores, porque Lebrumet supo tratar a su esposa con una delicadeza, una ternura y un acierto incomparables. Era su divisa: "Todo llega para quien sabe aguardar". Supo, al mismo tiempo, ser prudente y decidido. Así triunfó en toda la línea, consiguiendo en menos de una semana que su esposa lo adorase.

Juana ya no sabía vivir sin él; no se apartaba de su lado un solo instante, agradeciéndole sus caricias. Él se la hubiera comido a besos; le sobaba las manos, la barbilla, la nariz... Ella, sentada sobre sus rodillas, lo cogía por las orejas, diciéndole:

—Abre la boca y cierra los ojos.

Simón abría la boca, satisfecho, entornaba los párpados y recibía un beso dulce, sabroso, largo, que le cosquilleaba en todo el cuerpo.

Les faltaban ojos, manos, boca, tiempo; les faltaba todo para realizar las múltiples caricias que imaginaban.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 104 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

12345