Capítulo 1. Frontera
Al divisar desde lejos el río, cuya corriente separa la tierra
francesa de la española, Pedro, de pechos en la ventanilla,
experimentó extraordinario impulso de júbilo insensato, un rapto,
un vértigo. Desde Bayona presentía la emoción, latente en el alma.
¡El momento de cruzar la frontera… ! ¡España por fin!… Así y todo,
se sorprendió de la violencia de aquel ímpetu, y procuró dominarse,
pues le venían ganas de saltar del coche, de besar el suelo, de
llorar y de reír, todo junto.
El fresquecillo de la rauda columna de aire, mezclado con humo y
partículas de carbón, que levanta el tren —aire que ya era
español—, aumentó la excitación de Pedro. Género de embriaguez bien
disculpable, tumulto de la sangre generosa en un cuerpo mozo y
sano, robustecido por el deporte, no gastado por hábitos viciosos.
Dimanaba de algo muy íntimo; de cosas pegadas al corazón. ¡Esto de
entrar en la patria! «España, España… ». Repetía en voz baja el
nombre, como se repite el de una mujer en los balbucientes
transportes del amor dichoso. Sus ojos se espaciaban por el
paisaje, algo sorprendidos de encontrarlo idéntico al que quedaba
atrás y a Francia pertenecía. La misma naturaleza agreste, los
mismos vallecillos alternando con parduzcas laderas… Caserío
idéntico… Igual estructura… Encogiose de hombros. ¿Qué tenía de
extraño? ¿Qué realidad física implica una frontera?
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