Textos más populares este mes publicados el 8 de noviembre de 2017

Mostrando 1 a 10 de 13 textos encontrados.


Buscador de títulos

fecha: 08-11-2017


12

Persuasión

Jane Austen


Novela


Capítulo I

El señor de Kellynch Hall en Somersetshire, Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallaba entretención en la lectura salvo que se tratase de la Crónica de los baronets. Con ese libro hacía llevaderas sus horas de ocio y se sentía consolado en las de abatimiento. Su alma desbordaba admiración y respeto al detenerse en lo poco que quedaba de los antiguos privilegios, y cualquier sensación desagradable surgida de las trivialidades de la vida doméstica se le convertía en lástima y desprecio. Así, recorría la lista casi interminable de los títulos concedidos en el último siglo, y allí, aunque no le interesaran demasiado las otras páginas, podía leer con ilusión siempre viva su propia historia. La página en la que invariablemente estaba abierto su libro decía:

Elliot, de Kellynch Hall

Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, contrajo matrimonio en 15 de julio de 1784 con Isabel, hija de Jaime Stevenson, hidalgo de South Park, en el condado de Gloucester. De esta señora, fallecida en 1800, tuvo a Isabel, nacida el 1 de junio de 1785; a Ana, nacida el 9 de agosto de 1787; a un hijo nonato, el 5 de noviembre de 1789, y a María, nacida el 20 de noviembre de 1791.

Tal era el párrafo original salido de manos del impresor; pero Sir Walter lo había mejorado, añadiendo, para información propia y de su familia, las siguientes palabras después de la fecha del natalicio de María: «Casada el 16 de diciembre de 1810 con Carlos, hijo y heredero de Carlos Musgrove, hidalgo de Uppercross, en el condado de Somerset». Apuntó también con el mayor cuidado el día y el mes en que perdiera a su esposa.


Leer / Descargar texto

Dominio público
246 págs. / 7 horas, 10 minutos / 7.833 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Sentido y Sensibilidad

Jane Austen


Novela


Capítulo I

La familia Dashwood llevaba largo tiempo afincada en Sussex. Su propiedad era de buen tamaño, y en el centro de ella se encontraba la residencia, Norland Park, donde la manera tan digna en que habían vivido por muchas generaciones llegó a granjearles el respeto de todos los conocidos del lugar. El último dueño de esta propiedad había sido un hombre soltero, que alcanzó una muy avanzada edad, y que durante gran parte de su existencia tuvo en su hermana una fiel compañera y ama de casa. Pero la muerte de ella, ocurrida diez años antes que la suya, produjo grandes alteraciones en su hogar. Para compensar tal pérdida, invitó y recibió en su casa a la familia de su sobrino, el señor Henry Dashwood, el legítimo heredero de la finca Norland y la persona a quien se proponía dejarla en su testamento. En compañía de su sobrino y sobrina, y de los hijos de ambos, la vida transcurrió confortablemente para el anciano caballero. Su apego a todos ellos fue creciendo con el «tiempo. La constante atención que el señor Henry Dashwood y su esposa prestaban a sus deseos, nacida no del mero interés sino de la bondad de sus corazones, hizo su vida confortable en todo aquello que, por su edad, podía convenirle; y la alegría de los niños añadía nuevos deleites a su existencia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
384 págs. / 11 horas, 12 minutos / 5.422 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

En una Pensión Alemana

Katherine Mansfield


Cuento


Los alemanes a la mesa

La sopa de pan había sido servida.

—¡Ah! —dijo Herr Rat , inclinándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera—. Esto es lo que yo necesito. Hace varios días que mi magen no está en regla. Sopa de pan en su punto justo de densidad.

Se volvió hacia mí y añadió:

—Soy un cocinero excelente.

—Qué interesante —exclamé, intentando infundir a mi voz el suficiente entusiasmo.

—Sí, es preciso cuando uno no está casado. Por mi parte he obtenido de las mujeres todo cuanto quise sin casarme —se sujetó en el cuello la servilleta y sopló la sopa, sin dejar de hablar—. Ahora a las nueve hago un almuerzo a la inglesa, pero no tan fuerte como ustedes. Cuatro rebanadas de pan, un par de huevos, don lonchas de jamón frito, un plato de sopa, dos tazas de té... Para ustedes, nada.

Lo afirmó con tal vehemencia, que me faltó valor para refutarlo.

Todas las miradas convergieron en mí, y me pareció estar soportando el peso de todos los almuerzos disparatados de la nación. Yo que de mañana tomo una taza de café al tiempo de abrocharme la blusa.

—Nada —proclamó Herr Hoffmann de Berlín—. Ach! Cuando estuve en Inglaterra solía comer por la mañana.

Levantó la vista y el mostacho, y se puso a enjugar las escurriduras de sopa sobre la chaqueta y el chaleco.

—¿De veras comen ustedes tanto? —preguntó Fräulein Stiegelauer—. ¿Sopa, pan tostado, carne de cerdo, té y café, frutas en confitura, miel, huevos, pescado frío, riñones, hígado y pescado caliente? ¿Y las señoras comen tanto también?

—Exacto —exclamó Herr Rat—. He podido observarlo por mí mismo cuando viví en un hotel de Leicester Square. Era un buen hotel, pero no sabían hacer té. Ahora que...


Información texto

Protegido por copyright
103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 82 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Viaje

Katherine Mansfield


Cuento


El barco de Picton salía a las once y media. Hacía una noche muy hermosa, templada, estrellada, y sólo cuando se apearon del taxi y empezaron a bajar por el muelle viejo que se adentraba en el puerto, una débil brisa que soplaba del mar jugueteó con el sombrero de Fenella, y tuvo que sostenerlo con la mano para que no le volase. En el muelle viejo todo estaba oscuro, muy oscuro; los cobertizos de la lana, los carromatos para el transporte del ganado, las grúas que se erguían muy alto, la locomotora bajita y rechoncha, todo parecía tallado en la solidez de la oscuridad. Acá y acullá un hato redondo de madera parecía el tallo de una enorme seta negra; más lejos una linterna, amedrentada de lanzar su luz tímida y zozobrante por toda aquella oscuridad, quemaba apaciblemente, como si sólo se diese luz a sí misma.

El padre de Fenella les llevaba con pasos rápidos y nerviosos. Tras él, su abuela se afanaba bajo el crujiente capote negro; iban tan aprisa que de vez en cuando tenía que dar unos saltitos absolutamente ridículos para seguirles el paso. Además del equipaje atado como una salchicha, Fenella también llevaba, cogido con fuerza, el paraguas de la abuela, cuya empuñadura, que era una cabeza de cisne, le iba dando unos agudos golpecitos en el hombro, como si también quisiera que se apresurase… Hombres con gorras caladas hasta las cejas y el cuello de los chaquetones vuelto hacia arriba pasaban con paso vacilante; unas pocas mujeres muy tapadas se escabullían presurosas; y un niñito muy pequeño, que sólo mostraba las piernecitas y los bracitos negros saliendo de una manta blanca de lana, mientras iba pasando violentamente de los brazos de su padre a los de su madre; parecía una mosca diminuta caída en la nata.


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 19 minutos / 930 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Una Familia Ideal

Katherine Mansfield


Cuento


Aquella tarde, por primera vez en su vida, al apretar los batientes de la puerta y descender los tres peldaños que llevaban a la acera, el anciano señor Neave sintió que era demasiado viejo para la primavera. La primavera —cálida, vivaracha, inquieta— había llegado y le esperaba en aquella luz dorada, dispuesta a correr delante de todo el mundo, a acariciarle la blanca barba, a tirarle amablemente del brazo. Pero él no podía seguirla, no; ya no podía alcanzarla y salir corriendo con ella, ágil como un jovenzuelo. Estaba cansado y, aunque todavía lucían los últimos rayos del sol, sentía frío y tenía una curiosa sensación de atontamiento. De pronto había descubierto que ya no tenía energía, ánimos suficientes para continuar soportando aquella alegría y aquel brillante movimiento; todo aquello le confundía. Quería permanecer quieto, apartarlo todo con su bastón, exclamar: «¡Anda, lárgate!» Inesperadamente le costaba un esfuerzo enorme tener que saludar como cada día —levantando levemente el sombrero de fieltro con el bastón— a toda la gente que conocía, amigos, conocidos, tenderos, carteros, cocheros. Pero la mirada alegre que acompañaba aquel gesto, aquella amable chispita que parecía decir: «Valgo tanto como cualquiera de vosotros, si no más», aquella mirada, el viejo señor Neave, va no podía lograrla. Continuó avanzando torpemente, levantando las rodillas como si estuviese caminando por una atmósfera que de algún modo misterioso se hubiese ido espesando y solidificando, como convirtiéndose en agua. La gente que regresaba a sus casas cruzó apresuradamente junto a él, los tranvías tintinearon, traquetearon las carretas, y los grandes coches de alquiler se deslizaban por las calles con la indiferencia desafiante y temeraria que encontramos en los sueños…


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 15 minutos / 164 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Día Festivo

Katherine Mansfield


Cuento


Un hombre corpulento, de rostro colorado, va vestido con unos sucios pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul de la que sobresale un pañuelo rosa, y un sombrero canotier demasiado pequeño, caído hacia atrás. Toca la guitarra. Un individuo pequeñito con zapatos blancos de gimnasia, con el rostro oculto por un sombrero de fieltro que parece un ala rota, sopla en la flauta; y un sujeto alto y delgado con botines despanzurrados, hace filigranas —filigranas de complicada lacería— con un violín. Permanecen a pleno sol, sin sonreír, pero tampoco serios, frente a la frutería; la rosada araña de una mano rasguea la guitarra, la mano rechoncha, con un anillo de cobre incrustado con una turquesa, fuerza la perezosa flauta, y el brazo del violinista intenta serrar el violín en dos.

Se forma un grupito, gente que come naranjas y plátanos, arrancando las pieles, cortándolos, repartiéndoselos. Una muchacha lleva incluso un cestito de fresas, pero no las come.

—¡Qué hermosas son!

Contempla los diminutos y puntiagudos frutos como si les tuviese miedo. El soldado australiano se echa a reír.

—Anda, vamos, si de un bocado te las acabas.

Pero él tampoco las quiere comer. Le gusta contemplar su carita asustada, sus ojos confusos buscando los suyos.

—¡Con lo caras que son!


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 82 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Desconocido

Katherine Mansfield


Cuento


A la pequeña muchedumbre congregada en el muelle le pareció que no iba a volver a moverse. Estaba allí, inmenso, inmóvil, sobre las ondulaciones de las grises aguas, con un anillo de humo sobre la chimenea, y una inmensa bandada de gaviotas chillonas precipitándose al agua en pos de los desperdicios que arrojaban desde popa. Apenas se divisaban las parejas paseando arriba y abajo —pequeñas moscas paseando arriba y abajo por el plato colocado sobre el mantel gris y arrugado—. Otras moscas se arracimaban y apretujaban a babor. De pronto un destello blanco en el puente inferior: el mandil del cocinero o la chaqueta de un camarero. Luego una diminuta araña encaramándose por una escalerilla hacia el puente superior.

Enfrente de la muchedumbre un hombre robusto, de mediana edad, muy elegantemente vestido, muy atildado con su abrigo gris, bufanda de seda gris, guantes gruesos y oscuro sombrero de fieltro, caminaba arriba y abajo. Parecía ser el director de aquel grupo de gente que esperaba en el muelle y al mismo tiempo el encargado de mantenerlos juntos. Era algo entre un perro pastor y un pastor.

¡Qué insensato, qué insensato había sido dejándose los anteojos! Entre toda aquella gente no había ni uno solo que tuviese anteojos.

—Es curioso, señor Scott —dijo—, que nadie pensase en traer unos anteojos. Al menos les hubiésemos podido animar un poco. Quizá hubiéramos logrado hacernos algunas señales. No tengan miedo en desembarcar. Los nativos son inofensivos. O quizá: Os espera un gran recibimiento. Todo está perdonado. Qué le parece, ¿eh?


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 28 minutos / 130 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Adolescente

Katherine Mansfield


Cuento


Con el vestidito azul, los pómulos ligeramente sonrosados, sus ojos azules, y los rizos dorados recogidos como si se los hubiesen sujetado por primera vez —recogidos como para que no la molestasen cuando alzase el vuelo—, la hija de la señora Raddick parecía que acabase de descender del radiante firmamento. La mirada tímida, ligeramente sorprendida y profundamente admirada de la señora Raddick parecía confirmarlo; pero su hija no estaba demasiado entusiasmada —¿por qué iba a estarlo?— de haber ido a parar a la escalinata del Casino. Era lógico, se aburría; estaba aburrida como si el cielo se hallase repleto de casinos con santos viejos y catarrosos como croupiers y coronas con las que jugar.

—¿Seguro que no le importa llevarse a Hennie? —dijo la señora Raddick—. ¿De veras? Ahí está el coche, pueden ir a tomar el té y nos volvemos a encontrar aquí mismo, en este mismísimo escalón, dentro de una hora, ¿de acuerdo? Ve, a mí me gustaría que pudiese entrar. No ha estado nunca y vale la pena verlo. Me parece de simple justicia.

—Oh, calla de una vez, mamá —dijo la muchacha, hastiada—. Anda, vamos. No hables tanto y vámonos. Además llevas el bolso abierto; vas a volver a perder todo el dinero.

—Lo siento, hijita —dijo la señora Raddick.

—¡Oh, entremos, venga! Quiero ganar dinero —dijo aquella voz impaciente—. A ti todo te está bien… ¡pero yo no tengo ni cinco!

—Toma…, coge cincuenta francos, hija, ¡coge cien!

Y vi como la señora Raddick apretujaba unos billetes en su mano mientras pasaban por las puertas giratorias.

Hennie y yo permanecimos unos instantes en las escaleras, contemplando a la gente. Tenía una sonrisa anchurosa, encantadora.

—Mira —dijo— allí va un bulldog inglés. ¿Permiten entrar con perros, aquí?

—No, está prohibido.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 94 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Su Primer Baile

Katherine Mansfield


Cuento


Leila hubiera sido incapaz de decir exactamente cuándo empezó el baile. Quizá en rigor su primera pareja ya hubiese sido el coche de alquiler. Y no importaba que lo hubiese compartido con las chicas de Sheridan y su hermano. Se sentó en un rinconcito, un poco apartada, y el brazo en el que apoyó la mano se le antojó la manga del smoking de algún joven desconocido; y así fueron avanzando, mientras casas, farolas, verjas y árboles pasaban bailando por la ventanilla.

—¿Es cierto que no has ido nunca a un baile, Leila? —exclamaron las chicas Sheridan—. Pero, hijita, qué cosa tan sorprendente.

—Nuestro vecino más cercano vivía a quince millas —replicó gentilmente Leila, abriendo y cerrando el abanico.

¡Dios mío, qué difícil era ser distinta a las demás muchachas! Intentó no sonreír demasiado; no preocuparse. Pero todas las cosas resultaban tan nuevas y excitantes… Los nardos de Meg, el largo collar de ámbar de José, la cabecita morena de Maura sobresaliendo por encima de las pieles blancas como una flor que brotase en la nieve. E incluso la impresionó ver a su primo Laurie sacando el papel de seda que cubría el puño de sus guantes nuevos. Le hubiera gustado guardar aquellas tirillas como recuerdo. Laurie se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en la rodilla de Laura.

—Presta atención, hermanita —dijo—. El tercero y el noveno, como siempre. ¿De acuerdo?

¡Oh, qué delicia tener un hermano! En su excitación, Leila sintió que, de haber tenido tiempo, si no hubiese sido completamente imposible, no hubiera podido por menos de llorar por ser hija única y no tener un hermano que pudiese decirle: «Presta atención, hermanita»; ni una hermana que le dijese, como en aquel momento decía Meg a José:

—Nunca te había visto con el pelo tan bien peinado como esta noche.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 15 minutos / 165 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Doncella y la Señora

Katherine Mansfield


Cuento


Las once. Llaman a la puerta.

… Espero no haberla molestado, señora. No estaría dormida, ¿verdad? Es que acabo de llevarle el té a la señora, y había sobrado una tacita tan rica que he pensado que quizá…

… No, en absoluto, señora. La taza de té siempre es lo último de todo. Se la toma en cama, después de las oraciones, para entrar en calor. Pongo la pavera al fuego en cuanto se arrodilla y siempre le advierto: «Tú no hace falta que te des mucha prisa en decir tus oraciones». Pero el agua siempre rompe a hervir antes de que la señora haya llegado a la mitad de sus rezos. Verá usted, señora, como que conocemos a tanta gente y hay que rezar por todos, por todos, la señora tiene un librito rojo en el que anota la lista de los nombres por los que tiene que rezar. ¡Dios mío!, cuando viene alguien de visita y luego la señora me dice: «Ellen, dame el librito rojo», me pongo furiosa, lo juro. «Otro más», pienso, «que va a tenerla al pie de la cama haga el tiempo que haga». Y no quiere un cojín ni nada, señora; se arrodilla sobre la dura alfombra. Me da unos escalofríos tremendos verla así, sobre todo conociéndola como la conozco. Algunas veces he intentado hacerle trampa, tendiendo el edredón en el suelo. Pero la primera vez que lo hice, ¡uy!, me miró de un modo…, una mirada de santa, señora, de santa. «¿Acaso Nuestro Señor se arrodilló en un edredón, Ellen», me dijo. Pero yo, que entonces era más joven, me sentí inclinada a responder: «No, señora, pero Nuestro Señor no tenía la edad de usted, y no sabía lo que era tener un lumbago como el suyo, señora». Respondona, ¿eh? Pero ella es demasiado buena, señora. Ahora mismo cuando la he arreglado y la he visto…, acostada, con las manos fuera y la cabeza sobre la almohada, tan hermosa, no he podido evitar pensar: «¡Ahora está igualita que su querida madre cuando la amortajé!»


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 131 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

12