El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay
días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un
cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.
—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?
Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del
remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era
indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra,
pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.
—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir
finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo
ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías?
¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en
París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a
uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!
—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro
paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta
embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en
flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos
de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los
arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca
de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el
olor de París!
El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.
Leer / Descargar texto 'Perlista'