No quería señá Cipriana, la prendera, cerrar tan temprano aquel lunes
del Carnaval. La prisa que le estaba dando la buena pieza de su
sobrino, era «motivá» por las ganas de largarse al baile, a gastar las
perras y volver, si a mano viene, con la crisma rota.
El lunes de Carnaval era la gran ocasión de alquilar los mantones que
se ostentaban en el escaparate, y hasta las once y las doce estaban
viniendo chulillas del barrio, modistas y ribeteadoras, a llevarse
aquellos trapos castizos, donde pajarracos y floripondios desplegaban
sus formas, sus asiáticos colorines. Noches semejantes engrosaban el
cajón del mostrador, y después, el fajo de billetes que, ocultos por
algún tiempo en el buró, salían luego para préstamos a rédito seriecito,
del quince o del veinte.
Tanto, sin embargo, la mareó el sobrino, alborotado por el olor de
juerga que exhalaba el barrio entero, las calles regadas de confeti, los
chiquillos vestidos de demonios verdes, azotando a los transeúntes con
el rabo, que acabó por decirle:
—¡Ay, hijo! No vayas a mal parirte. Cierra el escaparate, deja la puerta encajá, pa que si pasa alguna de ésas, sepa que velo… Y listo, en aeroplano, pa llegar más antes.
Por conciencia, el mozo avisó:
—No debía usté velar. Cierre pronto. No quea usté bien, así sola…
—No me come el coco. Sola está una por lo regular…
Sin meterse en más advertencias, el sobrino requirió capa y gorra, y salió, al paso elástico de los que van hacia su deseo.
La prendera se sentó en la tienda, en su rincón favorito, notando lo
mal que alumbraba aquel día la luz eléctrica, y su fulgor pálido y
extraño.
«Como encienden pa tanta fiesta y tanto bailoteo…», pensó.
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