Por las campiñas llanas, cultivadas como jardines, salpicadas de
quintas blancas con tejados rojos, bajo un sol tibio y claro, el tren de
lujo corría, corría hacia París. Los labriegos, las hortelanas que
guiaban el carricoche atestado de hortalizas, al ver cruzar el raudo
convoy, experimentaban esa impresión peculiar, de envidia respetuosa,
que infunde el espectáculo de lo inaccesible social.
Al través de los altos y claros vidrios se divisaban un momento las mesas del «restaurant»
ocupadas por gente que comía y bebía a placer. Era una visión de
cinematógrafo, desvanecida al punto mismo entre el penacho de humo y
perdido en la distancia; y el hecho vulgar, sencillo, de almorzar así,
servidos por camareros correctos, adquiría ante los espectadores,
gracias a la velocidad del tren, a lo instantáneo de la imagen, una
grandiosidad de alta vida, un realce novelesco y aristocrático.
Desde que cruzamos la frontera, yo me había acurrucado en un ángulo
del coche–salón, dejando sobre la mesa fija el libro de amarilla
cubierta y el saquito, y observando tras el velo de gasa gris, con la
picante curiosidad de quien se encuentra en terreno desconocido y
fértil, a mis compañeros de algunas horas de viaje. Eran familias
sudamericanas, con racimos de niños atezados, elegantemente ataviados a
la última moda británica; eran señoras solas, perfumadísimas,
provocativas en su vestir; eran señores mayores, atildados, de adinerado
aspecto; eran inglesas formales y reservadas, que se tenían derechas y
rechazaban no sé cómo la invasión de la carbonilla, mostrando limpia la
tez, de esmalte rosa, y el pelo, de oro cardado, alisadito. Y eran, por
último, parejas todas miel, que sin importárseles un bledo de la
galería, se aislaban en dúos confidenciales y babosos.
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