Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo,
mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que
cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.
Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de
hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros
repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y
olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el
casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».
En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado
a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y
arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a
trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.
Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien
doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás
prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de
Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces
que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».
Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la
jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando
propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha,
trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.
Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No
era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante
aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente;
la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas
copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos
inteligentes y buenos.
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