Textos más populares esta semana publicados el 11 de julio de 2024 | pág. 4

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fecha: 11-07-2024


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Un Muerto con Anteojos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿En qué distingue usted a los cuerdos de los locos? —preguntaba una vez a un alienista.

Y el profesor me contestó sonriendo:

—En que unos hacen locuras y otros no.

El vulgo es quien declara locos a los que no puede aguantar: el médico confirma su fallo y los encierra. Pero hay locos benignos para quienes jamás se llama al médico: pasan por personas extravagantes y graciosas, a quienes se utiliza en lo que tienen de sensatos, y cuyas rarezas nos distraen y divierten. El mundo sería muy monótono si sólo tolerase a las gentes juiciosas y formales; pero tiene sus peligros la confusión de los cuerdos y los locos; hay hombre a quien le toca una mujer que parece elegida en el Nuncio de Toledo.


* * *


Hace pocos días ha fallecido en Madrid uno de esos locos tolerados o cuerdos con manías: serio, formal, entendidísimo, al dirigir la contabilidad de una casa de comercio, parecía su imaginación como dislocada algunas veces en lo referente a su persona. ¿Era que se deleitaba en producir la hilaridad en sus amigos, como goza Mariano Fernández cuando al aparecer en las tablas el público se ríe?

Recibí la esquela fúnebre del señor don Ibo R. y vestido de negro me encaminé a la casa mortuoria, por cuya reja, baja y abierta, trepaban con curiosidad niños, hombres y aun mujeres que daban muestras de extraordinario regocijo.

—¡Vaya una ocurrencia! —decían unos—: no he visto cosa igual.

—¡Se han olvidado de quitárselos! —añadían otros.

—Un muerto con anteojos. ¡Ja, ja, ja!

Cuando entré en la casa, no pude menos de sonreír involuntariamente ante el difunto, sobre cuyos ojos cerrados relucián las inútiles gafas; luego dije gravemente a Tomás, el criado, el compañero, el testamentario de don Ibo:

—Esto es un sarcasmo. ¿Cómo ha tenido usted el valor de colocar esos anteojos?


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Ejército de Carámbano

José Fernández Bremón


Cuento


Hacía muchos años que no veía a mi amigo Carámbano; pero conservaba muchos recuerdos de sus extravagancias: últimamente me habían dicho que su familia le había llevado a un manicomio. Calculen ustedes la sorpresa con que me lo encontraría suelto en una calle de Madrid, y la desconfianza con que recibí sus abrazos y sinceras demostraciones de amistad.

—Tenemos que hablar mucho —me dijo después de terminados los saludos—. ¿Tienes mucha prisa? Sentémonos en aquel banco: sé que escribes algo, y quiero comunicarte un proyecto que pienso presentar a las Cortes. Ya sabes que siempre nos hemos entendido.

Le di las gracias por el favor y nos sentamos.

—¿Es algún proyecto económico?

—Sí: quiero economizar sangre.

—Vamos. ¿Tienes alguna receta contra el cólera?

—No —repuso Carámbano poniéndose muy serio—. Se trata de una revolución en la ciencia de la guerra: de evitar el reemplazo: de trasformar las armas: de conquistar el universo.

La actitud pacífica de mi amigo me había tranquilizado; pero aquellas palabras me pusieron en guardia.

—Siento decirte que tengo alguna prisa —exclamé al oír aquel exordio.

—La vida es larga —repuso el loco—, y mi proyecto corto: te advierto además que he decidido que me escuches.

—Eso es otra cosa.

—Pues, entonces, continúo: ¿has visto en el circo de Price los toros amaestrados que se exhiben estas noches?

—No: pero he visto monos, elefantes, perros, cabras y otros muchos animales domesticados.

—Perfectamente: entonces estarás convencido de la superioridad del hombre sobre toda clase de animales, y del escaso número de ellos que aprovecha para su bienestar. Es un absurdo creer que dominamos el planeta, mientras haya leones y tigres en la selva, mientras el rinoceronte haga su capricho en los bosques africanos y la pantera aceche en Java al viajero extraviado.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La "Piña" del Señor

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Vivía en el año del señor de 1860, en remota y mediterránea provincia, Doña Ramona de Z., linajuda y garbosa señora que frisaba en los setenta años. Era el último vástago viviente de los de Z., y sólo ella habitaba la solariega casa de tan sonada familia. Su única compañía éranlo cuatro criadas, dos, hijas de esclavos, menores que Doña Ramona, y dos, mozas de veinte años la una y de diez y seis la otra, hijas de la Rita, una de las dos primeras, que habían venido al mundo casi sin darse cuenta la propia madre, pecado que Doña Ramona supo perdonar magüer que era asáz católica.

Las dos mulatillas —como llamábalas Doña Ramona, cuando dábanla fatiga— eran con todo la niña de sus ojos: eran las que la peinaban, las que la calzaban, las que le llevaban el chisme más gordo del barrio, y marchaban delante cuando la noble señora iba a oir su misa todos los días, llevando en el brazo la alfombrilla en la cual debía arrodillarse; las que, en fin, corrían a la calle cuando sonaba la música anunciadora del bando que el señor Gobernador hacía leer en las cuatro esquinas de la plaza.

Pero las dos chicuelas no gozaban por igual del favor y afecto de la augusta señora, que ya comenzaba a hablar de legados. Era la preferida la mayor, la Juanita, por su inocencia, su devoción y respetuoso amor por Doña Ramona. No así la Carmencita, un tanto revoltosa y más dada a ciertos placcrcillos mundanos, que daban mala espina a la ilustre dama.

Andando el tiempo, la Juanita llegó a ser el alma de la casa, y Doña Ramona depositó en ella toda su confianza.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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