La prolongada sequía estival convirtió en polvo las pasturas de los serranos campos del norte.
Los cañadones mostraban áridas y ardientes, como la piel del desierto, las doradas arenas de sus lechos.
Los arroyos quedaron reducidos a exiguas lagunetas, aisladas unas de otras por los médanos de los altos fondos.
Los grandes ríos, exhaustos, acostumbrados a decir imperativamente al
viajador: ¡por aquí nadie pasa!... semejábanse en su magrura a gigantes
éticos, y debían sufrir viendo cribada de portillos su imponente
muralla líquida.
El aire caldeado, cargado con las emanaciones de los millares de osamentas de vacunos, era casi irrespirable.
Ni un clavel, ni un malvón, ni un toronjil resistieron a la aridez
feroz. Cayeron achicharradas las hojas de los cedrones, y se consumieron
sin madurar las rojas frutas de los ñangapirés.
Los hacendados más pudientes resolvieron trashumar sus haciendas,
—los animales que aún caminaban,— en busca de las tierras del sud, más
fértiles, menos castigadas por la sequía.
* * *
Una tarde, después de angustiosa recorrida del campo, Maneco de
Souza penetró en el galpón y encarándose con Yuca Fleitas, el hijo de su
viejo mayordomo y su peón de más confianza, le dijo:
—Esto es el acabóse. Ya la gente no alcanza ni pa cueriar la
animalada que muere... ¿Te animás a marchar pal sur con una tropa de
tres mil novillos?. ..
—Yo me animo a tuito lo que me mande, patrón.
—Hay que dir más de cincuenta leguas p'abajo.
—Iré.
—Con seguridá que vas a dir dejando el tendal de novillos pu’el camino.
—Anque me quede uno solo he llegar al destino, con la ayuda de Dios...
—Güeno; mañana, al clariar el día, paramos rodeo y apartamo lo
mejorcito, y lo que llegue que llegue, y que lo que ha de llevar el
diablo, que cargue cuantiantes con él!...
* * *
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