Textos más largos publicados el 12 de diciembre de 2020 | pág. 2

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fecha: 12-12-2020


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Las Tres Cosas del Tío Juan

José Nogales


Cuento


Todo el pueblo sabía que Apolinar se estaba derritiendo vivo por Lucía, y que, aunque ésta no se derretía por nadie, no ponía mala cara a las solicitudes del mozo. Matrimonio igual: ella, joven, guapa, robusta y, de añadidura, rica; él, en los linderos de los veinticinco, no pobre, medio señoritín por lo que iba para alcalde, y entrambos hijos únicos. No faltaba al naciente afecto más que el sacramento de la confirmación, y para eso no había otro obispo sino tío Juan, el Plantao, padre y señor natural de la dama requerida.

El ilustre linaje de los Plantaos distinguióse desde muy antiguo tiempo por una terquedad nativa, de que estaba justamente orgulloso, y, de haber querido proveerse de heráldica, su escudo no fuera otro que un clavo clavado por el revés en una pared de gules. Apolinar sentíase cohibido por esta testarudez hereditaria, y recelaba que el tío Juan saliese con una gaita de las suyas, porque era hombre que no se apartaba de sus síes o sus noes así lo hicieran pedazos.

No hubo más remedio que pasar el Rubicón… y tirarse de cabeza en aquellas honduras insondables de la voluntad paterna. El tío Juan había dicho una vez: «¿Qué trae ese por aquí?» Y para los que le conocían el genio, era bastante.

—Ahora que está tu padre en la bodega, voy y se lo espeto, y Dios quiera que pueda salir con cara alegre… Pero antes dime, para que lleve fuerza, que me quieres como yo te quiero, con los redaños del alma.

—Apolinar, que me aburres con tus quereres y tonteos. Si quieres decírselo, anda; y lo que saques a mi padre del buche eso será, porque yo también soy plantá.


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Rasgo de Pañizosa

Emilio Gutiérrez-Gamero


Cuento


Oiga usted, contada al menorete, señor don Teótimo, la historia de mis desdichas, y por ellas vendrá en conocimiento de la causa de mi mal—dijo Pañizosa, y prosiguió de esta suerte:—Vine a la corte con más esperanzas que dineros, y pensé que en ella encontraría fácil acomodo, pues traía pocos años, grande voluntad y mucho apego al trabajo, con la añadidura de una apremiante carta del Alcalde de mi pueblo para un señorón de estos que tienen manejo en todas las oficinas del Estado. Meses y meses corrieron antes de que pudiera pasear mis ojos por la figura de aquel personaje cuya protección me era tan necesaria, porque mi hombre no se daba a partido ni mostraba su faz luciente al primer hijo de vecino, como a la solicitud de audiencia no fuese aparejada una recomendación de empuje. Enviéle la del Alcalde; me recibió entre dos luces; díjele mi empeño; me pidió muestra de mi letra; escribí cuatro garambainas que me dictó; le cayó en gracia el carácter de mis rasgos y salíme de su casa, en Dios y en hora buena, tocando palmas y creyendo que a la vuelta de un dado estaba mi fortuna. De allí a poco recibí una credencial de las de cinco mil reales, y héteme funcionario público en la Dirección de la Deuda, donde me aprendí al dedillo todas las leyes, ordenanzas, pragmáticas y decretos que se han promulgado en España desde que España debe dinero. Con esto fuí ganando la voluntad de mis jefes, que en cuanto conocieron lo bien arreglada que tenía mi memoria para colocar en ella, como en una anaquelería se coloca el botamen, las infinitas disposiciones gubernativas que a cada paso inventa nuestra providente Administración, echaron mano de mis conocimientos técnicos, y desde aquel punto y hora yo fuí el encargado de las cosas difíciles.


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Rabión

Concha Espina


Cuento


—¡Martín!

—¡Ñoraa!…

—¿Habrá crecida?

—Habrála, que desnevó en la sierra y bajan las calceras triscando de agua, reventonas y desmelenadas como qué…

—¿Pasarán las vacas al bosque?

—Pasan tan «perenes».

—Pero ten cuidado a la vuelta, hijo, que el río es muy traidor.

—A mí no me la da el río, madre.

El muchacho acabó de soltar las reses y las arreó, bizarro, por una cambera pedregosa que bajaba la ribera.

Había madrugado el sol a encender su hoguera rutilante encima de la nieve densa de los montes y deslumbraba la blancura del paisaje, lueñe y fantástico, a la luz cegadora de la mañana. Ya la víspera quedó el valle limpio de nieve, que, sólo guarecida en oquedades del quebrado terreno, ponía algunas blancas pinceladas en los caminos.

El ganado, preso en la corte durante muchos días de recio temporal, andaba diligente hacia el vado conocido, instigado por la querencia del pasto tierno y fragante, mantillo lozano del «ansar» ribereño.

Martín iba gozoso, ufanándose al lado de sus vacas, resnadas y lucias, las más aparentes de la aldea; una, moteada de blanco, con marchamo de raza extranjera, se retrasaba lenta, rezagada de las otras. Llegando al pedriscal del río, unos pescadores comentaron ponderativos la arrogancia del animal, mientras el muchacho, palmoteándola cariñoso, repitió con orgullo:

—¡Arre, Pinta!

—¿Cuándo «geda», tú?—preguntaron ellos.

—Pronto; en llenando esta luna, porque ya está cumplida…

Las vacas se metieron en el vado, crecido y bullicioso, turbio por el deshielo, y los pescadores le dijeron a Martín lo mismo que su madre le había dicho:

—Cuidado al retorno, que la nieve de allá arriba va por la posta.

El niño sonrió jactancioso:

—Ya lo sé, ya.


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Los Amores del Cometa

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


De oro, así es la cauda del cometa. Viene de las inmensas profundidades del espacio y ha dejado en las púas de cristal que tienen las estrellas muchas de sus guedejas luminosas. Las coquetas quieren atraparle; pero el cometa pasó impasible, sin volver los ojos, como Ulises por entre las sirenas. Venus le provocaba con su voluptuoso parpadeo de medianoche, como si ya tuviera sueño y quisiera volver a casa acompañada. Pero el cometa vio el talón alado de Mercurio, que sonreía mefistofélicamente, y pasó muy formal a la distancia respetable de veintisiete millones de leguas. Y allí le veis. Yo creo que en uno de sus viajes halló la estrella de nieve, a donde nunca llega la mirada de Dios, y que llaman los místicos infierno. Por eso trae erizos los cabellos. Ha visto muchas tierras, muchos cielos; sus aventuras amorosas hacen que las Siete Cabrillas se desternillen de risa y cuando imprima sus memorias veréis cómo las comprarán los planetas para leerlas a escondidas, cuidando de que no caigan en poder de las estrellas doncellitas. Tiene mucha fortuna con las mujeres: ¡Es de oro!


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Cosas de Hombre

Arturo Reyes


Cuento


Cuando el tío Pizarroso llegó a su casa, las sombras empezaban a invadir el a modo de embudo formado por los montes, en cuyo fondo blanqueaba el edificio, al borde de una cañada llena de piedras enormes y espesos macizos de adelfas.

—Pos di tú que te has dormío en un cajorro—exclamó la tía Tomasa al ver llegar al legítimo dueño de su orondísima persona.

—Pos no me he dormío, ni tan siquier he estao a dormivela.

—Pos entonces habrás estao de picos pardos en algún abrevaero del monte.

—¡No ha sío malo el abrevaero!

—Pos entonces, ¿aónde te has metió, alma condená?

—Pos en ninguna parte: una miaja que me entretuve en la encrucijá del Tomillo con Juan el Rumboso y Toñico el Pastañeta, y… ¡arza pa entro, Pimentona, arza pa entro!

Y esto lo dijo asestando una cariñosa palmada en una de las poderosas ancas a la mula, a la cual habíale quitado el aparejo mientras hablaba.

La cabalgadura, a la cariñosa insinuación, tomó lentamente el camino de la cuadra, mientras el Pizarroso sentábase sobre un capacho, junto a su hermano el Totovías, un viejo enjuto y grave que entreteníase en hacer tomizas para los usos domésticos, mientras el porquero, un rapaz greñudo y andrajoso, contemplaba con famélica expresión, desde la puerta, la gran olla que hervía sobre las enormes trébedes de hierro en la chimenea.

—Y ¿qué es lo que dicen el Rumboso y el Pastañeta? ¿Tantas cosas teníais que contaros, que si se entretienen ostedes una miaja más volvéis tóos a vuestras casas con barbas corrías?

—Y dale, mujer, dale, no seas asina; si me he entretenío ha sío por decirle al Rumboso con toas las veritas de mi alma y con tó mi metal de voz: «¡Ole con ole por los hombres machos con toas las de la ley!» ¡Vaya si es una prenda el viejo! ¡Y con un corazón más grande que una cantera!


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Los Tres Reyes de Oriente

Ricardo León


Cuento


Es la Nochebuena de 1916; una noche glacial, obscura y lúgubre, sin villancicos ni serenatas, sin risas ni crótalos, sin panderetas ni albogues. En el silencio de la tierra triste sólo se escucha, de tarde en tarde, un zumbido lejano, un ronco tremor que se extiende con aciaga pesadumbre en el aire gélido y sonoro.

Por un camino, en la desierta llanura, viene de Oriente una caravana. Bajo el cielo adusto, huérfano de sus claros luminares, sólo se ven o se adivinan las siluetas: unos caballos vigorosos, unos dromedarios de robusta joroba, tres jinetes, unos bultos informes arrebozados en las tinieblas.

Llegando a cierto lugar donde se juntan otros caminos, la caravana vacila y se detiene. El cielo parece de ébano; la tierra, de bronce; el aire, un afilado puñal; y es el silencio tan hondo, que se oye el latir del corazón en las entrañas.

Una luz, verde y cruda, rasga de súbito el horizonte lejano, cunde como una centella, se abre al modo de una rosa, y cae deshecha en lágrimas sobre el manto sombrío de la noche. A esta luz, siguen muchas semejantes, y a las luces, unos retumbos pavorosos que hacen temblar la tierra, y a los retumbos, el silencio otra vez.

Y, entonces, la caravana sigue su ruta en las tinieblas…

* * *

Un fuerte resplandor alumbra todo el cielo en Occidente; la llanura se tiñe de roja claridad; los ámbitos se pueblan de voces y tronidos. Es la guerra que cabalga en su negro corcel por los campos europeos; es la Muerte, que, en plena Navidad cristiana, viene a arrullar las cunas con el bárbaro son del hierro y de la pólvora, a encender sus infames hogueras en la noche, en la bendita Noche en que se dijo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad…»


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Fuerte como la Muerte

Pedro Mata y Domínguez


Cuento


De pie, con las manos en los bolsillos, frente a la luna del escaparate, estuvo largo rato mirando, vacilante y perplejo, sin acabar de decidirse. Se decidió por fin.

—A ver, ese collar… ¿Me hace usted el favor?

Un dependiente le sacó del escaparate y le extendió en el mostrador sobre un retal de terciopelo azul. El le examinó detenida y minuciosamente.

—Sí, está bien… es bonito. Me gusta; ¿qué vale?

—Para usted 1.200 pesetas.

—¿Precio fijo?

El dueño de la tienda intervino.

—A un cliente como usted, don Joaquín, no se le pide en esta casa más que lo justo. Es usted bastante inteligente para que haya necesidad de hacer el artículo. De todos modos, usted se le lleva, le manda tasar, y con arreglo a la tasación me da usted lo que guste.

—Es que, además, no las llevo encima.

—Usted se pasa por aquí cuando quiera. No hay prisa ninguna.

Salió muy contento, satisfechísimo de la compra. Llegó a casa, y en la misma puerta preguntó a la doncella que le salió a abrir:

—¿Cómo está la señorita?

—Bien; muy tranquila toda la tarde. Hace poco se quedó dormida.

Entró de puntillas en la alcoba y dilatando las pupilas para orientarse bien en la penumbra llegó pausadamente hasta la cama y se inclinó sobre la enferma. Al roce imperceptible de la ropa, Paulina abrió los ojos.

—Creí que dormías.

—No.

—¿Cómo estás?

—Parece que mejor. No tengo fatiga. He podido descansar un ratito.

—Naturalmente, mujer, y te pondrás muy pronto buena. Roldán me dijo ayer que estás en franca mejoría. Lo que hace falta es que no seas aprensiva, que te animes. Es necesario que pongas de tu parte un poquito de buena voluntad.

—¡Voluntad! ¡Ay, si con la voluntad se pudiera vivir!


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La Venganza de Milord

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


(A Memé)


Mi buena amiga:

Te escribo oyendo el ruido de los últimos carruajes que vuelven del teatro. He tomado café –un café servido por la pequeña de una señorita que, a pesar de ser bella, tiene esprit–. Por consiguiente, voy a pasar la noche en vela.

Imaginóme, pues, que he ido a un baile, te he encontrado y conversamos ambos bajo las anchas hojas de una planta exótica, mientras toca la orquesta un vals de Métra y van los caballeros al buffet.

Si tú quieres, murmuremos. Voy a hablarte de las mujeres que acabo de admirar en el teatro. Imagínate que estás ahora en tu platea y observas a través de mis anteojos.

Mira a Clara. Ésa es la mujer que no ha amado jamás. Tiene ojos tan profundos y tan negros como el abra de una montaña en noche oscura. Allí se han perdido muchas almas De esa oscuridad salen gemidos y sollozos, como de la barranca en que se precipitaron fatalmente los caballeros del Apocalipsis. Muchos se han detenido ante la oscuridad de aquellos ojos, esperando la repentina irradiación de un astro: quisieron sondear la noche y se perdieron.

Las aves al pasar le dicen: ¿No amas? Amar es tener alas. Las flores que pisa le preguntan: ¿No amas? Amor es el perfume de las almas. Y ella pasa indiferente viendo con sus pupilas de acero negro, frías e impenetrables, las alas del pájaro, el cáliz de la flor y el corazón de los poetas.

Viene de las heladas profundidades de la noche. Su alma es como un cielo sin tempestades, pero también sin estrellas. Los que se le acercan sienten el frío que difunde en tomo suyo una estatua de nieve. Su corazón es frío como una moneda de oro en día de invierno.


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La Pasión de Pasionaria

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


¡Cómo se apena el corazón y cómo se entumece el espíritu, cuando las nubes van amontonándose en el cielo, o derraman sus cataratas, como las náyades vertían sus ricas urnas! En esas tardes tristes y pluviosas se piensa en todos aquéllos que no son; en los amigos que partieron al país de las sombras, dejando en el hogar un sillón vacío y un hueco que no se llena en el espíritu. Tal parece que tiembla el corazón, pensando que el agua llovediza se filtra por las hendeduras de la tierra, y baja, como llanto, al ataúd, mojando el cuerpo frío de los cadáveres. Y es que el hombre no cree jamás en que la vida cesa; anima con la imaginación el cuerpo muerto cuyas moléculas se desagregan y entran al torbellino del eterno cosmos, y resiste a la ley ineludible de los seres. Todos, en nuestras horas de tristeza, cuando el viento sopla en el tubo angosto de la chimenea, o cuando el agua azota los cristales, o cuando el mar se agita y embravece; todos cual más, cual menos, desandamos con la imaginación este camino largo de la vida, y recordando a los ausentes, que ya nunca volverán, creemos oír sus congojosas voces en el quejido de la ráfaga que pasa, en el rumor del agua y en los tumbos del océano tumultuoso.


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Después de las Carreras

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic-tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores japoneses; arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones, como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador.


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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