Calle abajo, calle abajo por uno de esos barrios que los carruajes
atraviesan rumbo a Peralvillo, hay una casa pobre, sin cortinas de sol
en los balcones ni visillos de encaje en las vidrieras, deslavazada y
carcomida por las aguas llovedizas, que despintaron sus paredes blancas,
torcieron con su peso los canales, y hasta llenaron de hongos y de moho
la cornisa granujienta de las ventanas. Yo, que transito poco o nada
por aquellos barrios, fijaba la mirada con curiosidad en cada uno de los
accidentes y detalles. El carruaje en que iba caminaba poco a poco, y,
conforme avanzábamos, me iba entristeciendo gravemente. Siempre que
salgo rumbo a Peralvillo me parece que voy a que me entierren.
Distraído, fijé los ojos en el balcón de la casita que he pintado. Una
palma bendita se cruzaba entre los barrotes del barandal y, haciendo
oficios de cortina, trepaba por el muro y se retorcía en la varilla de
hierro una modesta enredadera cuajada de hojas verdes y de azules
campanillas. Abajo, en un tiesto de porcelana, erguía la cabecita verde,
redonda y bien peinada, el albahaca. Todo aquello respiraba pobreza,
peno pobreza limpia; todo parecía arreglado primorosamente por manos sin
guante, pero lavadas con jabón de almendra. Yo tendí la mirada al
interior, y cerca del balcón, sentada en una gran silla de ruedas, entre
dos almohadones blancos, puestos los breves pies en un pequeño
taburete, estaba una mujer, casi una niña, flaca, pálida, de cutis
transparente como las hojas delgadas de la porcelana china, de ojos
negros, profundamente negros, circuidos por las tristes violetas del
insomnio. Bastaba verla para comprenderlo: estaba tísica.
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