En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de
entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la
fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de
su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a
Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una
estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas,
gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que
se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres
mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a
carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera
me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a
situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:
—¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora? Porque a mí pueden dirigirse.
Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:
—Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.
Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé
sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a
bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea
exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la
campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no
quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un
compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que
le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que
ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres
silbidos, procedentes del grupo...
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