No se hablaba más que de aquel baile, un acontecimiento de la vida
social madrileña. La antojadiza y fastuosa señora de Cardona había
exigido que no solo la juventud, sino la gente machucha; no solo las
damas, sino los caballeros, todas y todos, en fin, asistiesen «de
traje». «No hay —repetía madame Insausti— más excepción que el
nuncio..., y eso porque va 'de traje' siempre.»
Prohibido salir del apuro con habilidades como narices, girasoles
eléctricos en el ojal, pelucas o trajes de colores. Obligatorio el traje
completo, característico, histórico o legendario.
Se murmuró, naturalmente, de la Cardona (con los sayos que le
cortaron podrían vestirse los concurrentes a la fiesta); se le puso un
nuevo apodo: Villaverde... Pero entre dentellada y dentellada, la gente
consultó grabados y figurines, visitó museos, escribió a París, volvió
locos a sastres y modistas..., y las caras más largas no fueron debidas a
la sangría del bolsillo, sino a omisiones en la lista de invitados.
Quien estaba bien tranquilo era el joven duque de Lanzafuerte. Al
preguntarle Perico Gonzalvo «de qué» pensaba ir, triunfante sonrisa
dilató sus labios. «Voy de abuelo de mí mismo. Ya verás mi martingala»,
añadió satisfecho.
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