Textos más vistos publicados el 14 de julio de 2024 | pág. 2

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fecha: 14-07-2024


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La Verdad Embellecida

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


—Mucho debe ser, cuando la Providencia me regala de este modo: me puso casa con una hermosa bóveda y de una sola habitación para que no me molestaran los vecinos: no me dio pies, para indicarme que no necesito andar, como tantos infelices, para ganarme la vida: abro mis puertas cuando quiero, y entra la luz, que viene de muy lejos, para alumbrar mi casa: ese mar tan grande y de tan mal genio me trae todos los días como un esclavo la comida, y paso mi existencia durmiendo y despertando con sosiego, en una cuna de nácar, envuelta en mi manto transparente.

—¿Quién cuenta tales grandezas en este rinconcito de mar? —dijo un joven cangrejo—. Deben ser embustes.

—No: todo lo que dice es cierto, pero muy embellecido —respondió un cangrejo sabio.

—¿Me puede usted decir quién es esa princesa?

—Esa princesa es una ostra.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Las Costas del Pleito

José Fernández Bremón


Cuento


Subía el gusano de luz por las ramas de un fresno para evitar, a buena altura, el pico de un gallo que se había salido del corral, y al revolver una hoja tropezó sin querer con la cantárida.

—¡Aparta, farolero! —dijo ésta despertando con mal humor—; si no ves de día, enciende tu linterna.

—¿Mi linterna? Ya quisieras tener ese adorno, que sólo tienen las estrellas en el cielo; con ella doy luz de noche, y alumbro algunas veces a un sabio amigo mío cuando no tiene vela para escribir. Tú eres inútil.

—No es verdad; mi cuerpo se lo disputan los boticarios apenas muero, para medicina. ¿Quién te busca ni repara en ti cuando se apagan tus faroles?

—Pero tú eres como el avaro, que necesitas perecer para que aprovechen tus despojos.

—¿No es mejor ser útil después de existir que brillar en vida?

—Bajad aquí —dijo el gallo alzando el pico— y yo sentenciaré ese pleito.

—¡Qué más qusieras sino que bajásemos, para resolver la cuestión con un par de picotazos. ¡Vaya un juez!

—Para que veáis mi desinterés, decidiré desde aquí sin exigiros adelantos. Tú, gusano de luz, eres útil, celebrado y brillante mientras luces; es un mérito. Tú, cantárida, tienes un valor medicinal después de muerta; es otro mérito también; pero uno y otro sois incompletos: el verdadero saber consiste en ser útiles en vida y después de la muerte, como yo.

—¿Pues para qué sirves? —dijeron a la vez los coleópteros.

—Mientras vivo, defiendo y aumento el gallinero, y soy de noche un cronómetro; cuando muero, preguntad a los hombres a qué sabe el gallo con arroz. He fallado en justicia: si sois honrados, bajad a entregar vuestros cuerpos en pago de honorarios.


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Amar Volando

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


—¿Dónde dejaste aquel que te requebraba hace un momento? —dijo la oruga a la mosca.

—¿Quién?, ¿mi marido?

—¿Pues no eras soltera hace un rato?

—Es verdad; pero me he casado y soy libre otra vez.

—Luego ¿no le querías?

—Le he querido mucho; pero todo acaba tan pronto..., ya soy viuda.

—¿Ha muerto él?

—Entre nosotros el matrimonio es un abrazo; nuestra luna de miel pasa en un vuelo, y separarse un momento es enviudar. Si le veo esta tarde quizás no le conozca.

Hay muchas personas que aman de ese modo. ¿No es cierto, Magdalena?


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El Cerezo

José Fernández Bremón


Cuento


—Cuando Pedro era un chiquillo, le dijo su abuelo: «Hoy que es tu santo, planta un árbol en la huerta, y cuando seas mayor, te dará fruto y sombra y será una propiedad». Perico, que era un chico obediente, plantó un cerezo, y lo regaba y cuidaba con esmero, pero era un desgraciado.

—¿Se secó el árbol?

—Al contrario, prosperó como ninguno; y dio cerezas tan ricas, que el padre del muchacho hizo con ellas un regalo al alcalde: al año siguiente Perico no las pudo probar porque cayó soldado: cuando volvió a su pueblo, después de rodar por el mundo muchos años, era casi un viejo, y nunca pudo evitar que los muchachos se le comieran la fruta antes de estar madura.

»Quiso un año defenderla, y los mozos del lugar le dieron tal paliza, que quedó baldado para siempre: los mozos que le baldaron, todos llevaban varas del cerezo que plantó.


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El Toreo y la Grandeza

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Cree usted que está bien un grande de España toreando?

—Según y conforme. Si es buen torero lucirá y será muy aplaudido; si es malo...

—Prescindo del mérito y me refiero al hecho de torear.

—El toreo fue un ejercicio aristocrático, hasta que vino a España un rey que no entendía de toros, y los nobles se alejaron de la plaza por complacerle. Entonces el pueblo se apoderó del redondel; vinieron luego reyes aficionados a los toros, pero los nobles no sabían ya torear. Quizás por eso no son hoy populares. Dígame usted si el pueblo no adoraría hoy a la nobleza, si en ella se hubiese perpetuado el conocimiento y el arte del toreo.

—Pero ese oficio retribuido quita prestigio al que lo ejerce.

—Bueno; figurémonos que el duque de Medinaceli sale a matar en una fiesta real o de Beneficiencia; ¿deshonrará su casa por hacer lo que hicieron sus antepasados?

—Yo no sé... presenta usted las cosas de un modo que parece que tiene razón, y sin embargo, creo que no la tiene usted. Hoy es un oficio mal considerado; los que lo ejercen sufren los insultos del público.

—¿Cree usted que en las plazas antiguas no se silbaría y gritaría, y que diez o doce mil personas podrían estar en silencio ante los accidentes de la lidia, y el valor o torpeza de los caballeros?

—Pero no cobraban por sufrir esa crítica. Hoy es un oficio pagado.

—¿Y en qué puede haber deshonra para cobrar lo que se trabaja? ¿No cobraban en tierras los antiguos conquistadores sus hazañas? ¿No cobran todos los funcionarios sus servicios?

—Bueno: la desconsideración tendrá por motivo el dedicarse al toreo personas muy humildes.

—Sustitúyalas usted con los títulos más antiguos. ¿Qué podrá decirse de un oficio que ejercieron en España las familias más ilustres, y en el cual las ganancias se conquisten con la punta de la espada?


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La Bala y el Blanco

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


—Sí, sois perversas y dañinas por instinto, y me detestáis y gozáis en magullarme —dijo a la bala el blanco dolorido, alzando de mala gana la bandera que indicaba el acierto y buena puntería del tirador.

—¿Qué sería de ti —repuso la aplastada bala con voz triste— si tuviéramos la mala intención que nos atribuyes? ¿No sabes que en las batallas pasamos la mayor parte entre los ejércitos sin hacer ningún daño, resistiéndonos a matar? ¿No ves que nos dirigen contra ti y hacemos todo lo posible por no darte? Sin nuestra naturaleza pacífica ¿quedarían muchos hombres? ¿No estarías tú deshecho?

Y silbaban entretanto muchas balas sin dar nunca en el blanco, pero a cada momento caían ramas heridas, saltaban del suelo piedras rotas y se desconchaban las paredes. Cesó por fin el ejercicio de fuego, sin que el blanco alzara la bandera por segunda vez.

—¿Te convences de tu injusticia? —le dijo la bala magullada—. Mira cuánto destrozo en todas partes y qué intacto te dejan los disparos. Siempre se han de quejar los que menos daños sufren. A nadie respetamos tanto las balas como al blanco.


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La Borrachera del Doctor

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor Blásez salía de una comida de bodas, hecho un valiente: todos le habían obsequiado a porfía: tuvo que corresponder a muchos brindis, primero por cortesía y luego dejándose llevar de la algazara general, y como era hombre sobrio y morigerado, y sin costumbre de beber, iba diciendo para sí, al encontrarse en la calle, influido por los vapores del banquete:

—Creo que estoy alegre, y no conviene que me lo conozcan los enfermos. El médico debe tener una actitud severa y digna. ¿Me tambalearé al hacer las visitas? No: mis piernas están fuertes como dos columnas, y si acaso flaquea algo, es mi cabeza..., no porque no discurra bien, sino porque siento un regocijo impropio de mi clase. ¿Y por qué ha de ser el médico un personaje grave y solemne? ¿Quieren que representemos la melancolía y la tristeza? No. Preséntense con cara tétrica los que visitan al enfermo con malas intenciones. Yo voy con propósito de salvarle y puedo y debo estar risueño y juguetón: no soy el moscón que pronostica males, sino la alegre mariposa que trae buenas noticias...

Y haciendo estas reflexiones, llamó a una casa, y dijo al verle la persona que abrió la puerta:

—Ahora mismo han ido a llamarle a usted.

—¿Hay alguna novedad?

—¿Que si la hay? Por desgracia: el señor ha empeorado y me temo que haya empezado la agonía.

—¿La agonía? ¿Luego quiere morirse? Pues vamos a impedírselo.

Y el doctor, después de tropezar en varios muebles, entró ruidosamente en la alcoba, en la cual, la mujer y las hermanas del enfermo rodeaban su lecho.

—¿Qué es eso, don Tadeo? —dijo el médico—. Me han dicho que quiere usted morirse, y vengo a darle la puntilla.

Las enfermeras se apartaron, y el médico pudo ver el aspecto lívido del paciente; tenía los ojos vidriosos; la respiración anhelosa... y separaba con las manos la colcha que le cubría; estaba agonizando.


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La Llama de la Vida

José Fernández Bremón


Cuento


—Tome usted chocolate.

—Imposible: el chocolate hace soñar: la última vez que lo tomé, soñé que deseaba conocer el misterio de la desigualdad de las existencias humanas.

—Y ¿acudiría usted a un sabio?...

—Tengo la costumbre de no hacer preguntas a los sabios cuando quiero saber algo. Busqué un médium ignorante que sin ciencia ninguna daba respuestas maravillosas y le dije:

»—¿Por qué mueren tantos niños, tantos hombres robustos y personas que parecían destinadas a larga vida, y duran otras que no reúnen condiciones de salud?

»El médium, que es cerero, consultó a los espíritus y me dijo:

»—Enciende una vela tú mismo.

»Había delante de mí hachas, cirios, velas de todos tamaños, y cerillas muy delgadas; casi todas estaban sin estrenar, y por no hacer perjuicio, tomé un hachón algo gastado, y lo encendí.

»—Esa luz que has elegido es tu vida: cuando se apague, morirás.

»—¿Y si hubiera elegido aquel cabito que veo en ese rincón?

»—Hubieras durado muy poco. Ya sabes el secreto: unos viven con hachón de viento, otros con vela de sebo, otros con cirio pascual y algunos, lo que dura una cerilla.

»—¿Qué hago con este hachón?

»—Puedes llevártelo o dejarlo.

»—¿Cuánto debo?

»—La vida no tiene precio. Si lo dejas no podré cuidarlo, que harto tengo que hacer cuidando el mío.

»—Es que si me lo llevo el viento lo apagará... porque hace mucho aire.

»—Resguárdalo con la mano... adiós: voy a cerrar.

»—Espera a que se calme el viento.

»El viento apenas movía la llama y me parecía un huracán: me detenía en todos los huecos: no me determinaba a atravesar las bocacalles, y todo me parecía conspirar para apagar aquella luz preciosa.

»—¿Me hace usted el favor del fuego? —dijo un transeúnte.


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La Oruga Cometa

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Descolgábase del árbol una oruga sujeta al hilo que iba formando trabajosamente con su baba. Pero el viento, encorvando la delgada hebra, arrastraba al insecto por el aire, jugando con él y columpiándolo.

—¡Qué he hecho! —decía la pobre oruga quejándose de su suerte—. Quise descender al suelo y me remonto hacia las nubes, y mi cuerpo está a merced del primer pájaro hambriento que me vea. Vuelo sin alas, y cuanto más hilo saco más me elevo.

El insecto ascendía como sube una cometa mientras no se agota su bramante.

Así pasaron largas horas, hasta que el viento se calmó, y la oruga, cansada y dolorida, pudo ganar la tierra y refrescar y extender su cuerpo en una hierba.

—¡No eres poco delicada! —dijo otra oruga que la vio—; cualquiera diría que has hecho un gran viaje; cuéntale tus trabajos a quien no haya bajado del árbol como yo; sé muy bien que basta sujetar el hilo en una rama y dejarse caer poco a poco, porque nuestro peso mismo nos lleva a tierra en un momento.

Casi todas las orugas atestiguaron lo mismo y consideraron a la primera como una embaucadora.

—¡Habrase visto la embustera!

—¿Pues no sostiene que ha volado como un ave?

—¡Olé por la mariposa!

—¡Qué cosas tan raras suceden en el mundo!

—No hagas caso a esas imbéciles —dijo un saltamontes—; he corrido mundo y he visto cosas más extraordinarias y difíciles.

El vulgo que marcha acompasadamente no sabe lo que otros luchan para vivir, e ignora que quien arrostra los vientos de la vida puede volar más alto que los otros.


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Las Pantorrillas

José Fernández Bremón


Cuento


Él. —Vengo indignado de Biarritz. Sabe usted que no soy hombre a la moda, sino que fui por mis negocios. ¿Y cómo dirá usted que han dado en vestir allí los elegantes? Pues una boina en la cabeza, americana abierta sin chaleco, camisa de color, pantalón corto, zapato de campo y medias negras para lucir la pantorrilla. ¿Le parece a usted traje varonil?

Yo. —¿Y qué encuentra usted de afeminado en ese modo de vestir?

Él. —¿Es propio de hombre llevar las piernas al aire?

Yo. —De quien no es propio es de señoras: sólo suelen hacer en favor nuestro una excepción las bailarinas y el coro de señoras cuando el autor lo exige.

Él. —El hombre no debe hacer gala de sus piernas, que pertenecen al dominio privado: hace tres cuartos de siglo que la pantorrilla quedó envuelta en una funda, y hay exceso y atrevimiento en lucirla descaradamente.

Yo. —Niego todo lo dicho: es cierto que el pantalón largo desfiguró nuestras extremidades, deformando la base natural del cuerpo, y aprisionó nuestra pantorrilla aunque no había cometido ningún delito. Pero siempre hubo una protesta formidable contra esa injusticia: los funcionarios de Palacio y la Guardia Civil en traje de gala, el clero, los maragatos, los toreros y el fornido aragonés lucieron libremente sus robustas pantorrillas. ¿Cree usted que un montañés de Huesca resulta afeminado por enseñar la media azul que envuelve su pierna poderosa?

Él. —No todos tienen esas pantorrillas presentables.

Yo. —Hablara usted claro de una vez. Luego el pantalón largo es una coquetería para disimular un defecto muy frecuente y para engañar al público. Usted tiene algo que ocultar.

Él. —No personalicemos. Las pantorrillas del hombre de este siglo son sagradas.


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