«¡Ha muerto!» me dijo alguien en la escalera. Desde hacía ya unos
días esperaba la lúgubre noticia. Sabía que, de un momento a otro, me la
iba a encontrar en esta puerta; y, sin embargo, me sorprendió como algo
inesperado. Con el corazón triste y los labios temblorosos, entré en
esta humilde vivienda de hombre de letras donde el despacho ocupaba la
mayor parte, donde el estudio despótico se había adueñado de todo el
bienestar, de toda la claridad de la casa.
Estaba allí, tendido en una cama de hierro muy baja; y la mesa
cargada de papeles, su gran caligrafía interrumpida en mitad de la
página, su pluma aún de pie en el tintero, daban fe de que la muerte lo
había golpeado súbitamente. Detrás de la cama, un alto armario de roble,
desbordando manuscritos y papeles, se entreabría por encima de su
cabeza. A su alrededor, libros, sólo libros, sólo libros: por todas
partes, en las estanterías, sobre las sillas, sobre el escritorio,
apilados en el suelo en los rincones, hasta al pie de la cama. Cuando
escribía ahí, sentado a su mesa, este amontonamiento, estos papeles sin
polvo podían agradar a la vista: se sentía la vida, el entusiasmo en el
trabajo. Pero, en esta habitación de muerto, parecían algo lúgubre.
Todos aquellos pobres libros, que se venían abajo por pilas, parecían
dispuestos a marcharse, a perderse en la gran biblioteca del azar,
dispersa por las tiendas, por los márgenes del río, por los puestos de
viejo, abiertos por el viento y la ociosidad.
Acababa de besarlo y permanecía allí, de pie, mirándolo, aún
impresionado por el contacto de aquella frente fría y pesada como una
piedra. De repente, la puerta se abrió. Un dependiente de librería,
cargado, jadeante, entró alegremente y dejó sobre la mesa un paquete de
libros recién salidos de imprenta.
—Un envío de Bachelin —gritó. Luego, al ver la cama, retrocedió, se quitó la gorra y se retiró discretamente.
Información texto 'El Último Libro'