Esperando a la
viuda
Hace tiempo que la
ausencia de «la Viuda», como se llama aquí a la guillotina,
preocupa a los parisienses. Como su hermana «La Marsellesa»
—calificada de «chant vieux jeu», aunque todavía entusiasma en
Lisboa,— la guillotina ha venido muy a menos. Ya tiene poco del
carácter que tuvo en 1792, cuando la instalaron en la plaza de la
Greve, y la manipuló el verdadero Samson, tal vez ascendiente del
almirante famoso. Y ya no tiene ni pizca del carácter que ostentó
en la plaza de la Revolución…
Pero, a pesar de todo, la guillotina sigue siendo una atracción
parisiense, como «la Morgue» y otros establecimientos siniestros,
que son lo que las verrugas en un rostro bonito y acicalado, y
constituyen un contraste sugestivo para ojos turbios y espíritus
marchitos.
Hace tiempo que echamos de menos la canibalesca orgía que
precede al acto de descabezar a un reo: el transporte de la
guillotina al lugar de los suplicios, la instalación y prueba de la
misma, el ir y venir del verdugo, con su séquito de ayudantes en la
faena de matar; el desbordamiento de figuras atroces que corren
hacia el triángulo siniestro, la exhibición, en balcones y
ventanas, de mujeres, desencajadas y pálidas, que se vuelven todas
ojos ansiosos de mirar, mientras, detrás de ellas, los amantes las
hacen cosquillas en las nucas rubias, y luego, la lúgubre aparición
del reo, sus muecas de espanto, sus sobresaltos y
desfallecimientos, el acto de echarle en la báscula, amarrado como
un salchichón; el ruido seco del tajo al bajar vertiginosamente y
el chorro de sangre, saludado por horribles bocas que exhalan, como
de una alcantarilla, toda la podredumbre social…
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