Textos por orden alfabético inverso publicados el 14 de noviembre de 2020 | pág. 3

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fecha: 14-11-2020


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La Flor de la Salud

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No lo dude usted —declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda—. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza... y proponerle un acertijo...

—¿Higiénico?

—¡Botánico!

—¿Y quién era el enfermo?

—El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

—¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.

—El mismo efecto me produjo a mí —repuso el doctor—. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cruz Roja

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En pintoresco caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra, revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y, por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca sangrienta...

¿Quién habría plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole a huir de tan funestos lugares?

Solíamos pasar ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas reticentes, movimientos de cabeza significativos, indicaciones vagas: la casa llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto, chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.


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La Cruz Negra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Acabo de verla, tan borrosa, tan chiquita, en la encrucijada, y por uno de esos fenómenos reflejos de la sensibilidad que difícilmente podrían explicarse, y que son una de las miserias de nuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y, sin embargo, la persona cuya muerte conmemora esa cruz de palo pintado érame tan indiferente como la hojarasca que el último otoño arrancó del castañar, y que hoy se descompone en la superficie de la tierra labradía.

Era una mendiga, la mendiga de la encrucijada, que formaba parte del paisaje, por decirlo así. Sentada a la orilla del camino, con los pies descansando en la cuneta, el cuerpo recostado en el cómaro mullido de madraselva y zarzarrosa, allí estaba en todas las estaciones y con todas las temperaturas. Que el sol tostase, que bufase el vendaval, que la lluvia encharcase los baches de la carretera, la mendiga inmóvil, sin más protección contra la intemperie que uno de esos enormes paraguas escarlata, de algodón, con puño de latón dorado, que en el país suelen llamarse de familia.

Raro es el mendigo que no tiene instintos de vagabundo. Moverse, trasladarse, es género de libertad, y los pobres estiman mucho el sumo bien de ser libres. Hasta los semihombres que carecen de piernas lagartean velozmente sobre las manos; hasta los paralíticos, en un carro, se hacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco espíritu aventurero suele hurgar y escarabajear a los mendigos. La de la encrucijada, por el contrario, pertenecía al número de los que se pegan, como el liquen, a las piedras, o como el insecto al rincón sombrío donde no le persigue nadie. Dos razones podrían explicar su carácter estadizo: tenía más de ochenta años y no tenía ojos.


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La Cena de Cristo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había un hombre lleno de fe, que creía a pies juntillas cuanto nos enseñan la religión y la moral, y, sin embargo, tenía horas de desaliento y sequedad de alma, porque le parecía que el cielo dista mucho de la tierra, y que nuestros suspiros, nuestras efusiones de amor, nuestras quejas, tardan siglos en llegar hasta el Dios que invocamos, el Dios distante, inaccesible en las lumínicas alturas de la gloria. No dudaba de la realidad divina, pero la creía muy alta y había llegado a ser en él idea fija la de ponerse en relación directa con el que todo lo puede y lo consuela todo.


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La Capitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.


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La Calavera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El chiflado habló así:

—Desde que, por imitar a Perico Gonzalvo, que la echa de elegante y de original, puse en mi habitación, sobre un zócalo de terciopelo negro, la maldita calavera (después de haberla frotado bien para que adquiriese el bruñido del marfil rancio), empecé a dormir con poca tranquilidad, y a sentirme inquieto mientras velaba. La calavera me hacía compañía y estorbo, lo mismo que si fuese una persona, y persona fiscalizadora, severa, impertinente, de esas que todo lo husmean y censuran nuestros menores actos en nombre de una filosofía indigesta y melancólica, de ultratumba. Cuando por las mañanas me plantaba yo frente al espejo para acicalarme, tratando de reparar, dentro de lo posible, el estrago de los cuarenta en mi rostro y cuerpo, no podía quitárseme del magín que la calavera me miraba, y se reía silenciosa y sardónicamente cada vez que aplicaba yo cosmético al bigote y traía adelante el pelo del colodrillo para encubrir la naciente calva. Al perfumar el pañuelo con esencia fina, al escoger entre mis alfileres de corbata el más caprichoso, oía como en sueños una vocecilla estridente, sibilante, mofadora, que articulaba entre la doble hilera de dientes, amarillos todavía, implantados en las mandíbulas: «¡Imbéciiil de vaniiiidoso!» Será una tontería muy grande; pero lo cierto es que me molestaba de veras.


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Inútil

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes... Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.

—¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a Proenza?

Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:

—No hay ánimos... Está uno derreado... Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.


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Geórgicas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.

Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.

No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse...; pero no hubo más entonces.


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Evocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El marqués de Zaldúa era, al entrar en la edad viril, secretario de Embajada, garzón cumplido y apuesto, con una barba y un pelo que parecían siempre acabados de estrenar, manos tan pulcras como las de una dama, vestir intachable, y conversación variada y en general discreta; en suma, dotado de cuantas prendas hacen brillar en sociedad a un caballero. Y en sociedad brillaba realmente el marqués; sonreíanle las bellas, y de buen grado se refugiaban en su compañía, a la sombra de una lantana o de un gomero, en una serre, a charlar y oír historias, a desmenuzar el tocado o a comentar los amoríos de los demás. Su brazo para ir al comedor, su compañía para el rigodón, eran cosas gratas; su saludo se devolvía con halagüeña cordialidad, de igual a igual; ramo que él regalase se enseñaba a las amigas, previo este comentario: «De Zaldúa. ¡Qué amable! ¡Qué bonitas flores!»

En vista de estos antecedentes, no faltará quien crea que nuestro diplomático es un afortunado mortal. No obstante, el marqués, que por tener buen gusto en todo hasta tiene el de no ser jactancioso ni fatuo, afirma, cuando habla en confianza absoluta, que no hay hombre de menos suerte con las mujeres.

—Si me pasase lo contrario; si fuese un conquistador, me lo callaría —suele añadir, sonriendo—. Pero puesto que nada conquisto, no hay razón para que me haga el misterioso y oculte mis derrotas. Soy el perpetuo vencido: ya he desesperado de sitiar plazas, porque sé que habría de levantar el cerco prudentemente, para salvar siquiera el amor propio.


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En Verso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por tercera vez escribió el soneto, y, paseándose majestuosamente, lo declamó. Luego, meneando la cabeza, volvió a sentarse. Apretaba en la mano el papel y, sin soltarlo, reclinó la pensativa cabeza sobre el pecho. Un suspiro profundo se exhaló por fin de su boca, contraída de amargura. Arrugó convulsivamente en la mano donde aún lo conservaba el borrador, lo arrojó hecho un rebujo informe sobre la mesa y volvió a levantarse y a recorrer el cuarto, no ya al amplio paso rítmico de los lectores en voz alta, sino con el andar agitado y desigual de los momentos en que la locomoción no llena más fin que desahogar la excitación nerviosa.

—¡Otra vez, otra vez la convicción se imponía! Él no era poeta, ni lo sería jamás... No, no lo sería, aunque gastase en procurar serlo las horas febriles de sus noches, las rosadas auroras de sus días, la clama misteriosa de sus tardes y toda la savia de su cerebro y todas las emociones profundas de su corazón... Porque ahí estaba lo desconsolador, lo terrible: que en su corazón había emociones, en su fantasía plasticidades, galas y espejismos, más de los necesarios para dar materia a los versos... Y apenas este contenido de su alma quería bajar a la pluma, expresarse por medio de la rima, era lo mismo que si un chorro de agua fresca hubiese caído sobre la arena del desierto: ni señales.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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